El libro de los Baltimore (fragmento)Joël Dicker
El libro de los Baltimore (fragmento)

"Yo mentía cuando miraba a Hillel y a Woody: en realidad, a quien estaba mirando era a Tío Saul y a Tía Anita. Era con ellos con quienes quería quedarme en lugar de con mis padres. Me sentía un traidor. Como esas mañanas en que mi madre quería ir al centro comercial y yo pedía que me dejaran antes en La Buenavista. Quería llegar allí cuanto antes, porque si llegaba temprano, podría desayunar en el piso de Tío Saul y librarme del desayuno del Dolph’Inn. Nosotros desayunábamos, apretujados en la entrada del Dolph’Inn, donuts blandurrios recalentados en el microondas y servidos en platos desechables. Los Baltimore desayunaban en la mesa de cristal de su terraza, que, incluso cuando yo llegaba sin avisar, siempre estaba puesta para cinco. Como si me estuvieran esperando. Los Goldman-de-Baltimore y el refugiado de Montclair.
A veces conseguía convencer a mis padres para que me llevaran a La Buenavista temprano. Woody y Hillel seguían durmiendo. Tío Saul repasaba informes mientras se tomaba el café. Tía Anita leía el periódico a su lado. A mí me fascinaba lo serena que era, la capacidad que tenía para ocuparse de todo lo de la casa además de su trabajo. En lo que a Tío Saul se refiere, a pesar de los informes, de las citas, de lo tarde que a veces volvía a casa entre semana, hacía todo lo posible para que a Hillel y Woody no les afectaran sus horarios. Por nada del mundo se habría perdido ir al acuario de Baltimore con ellos. En La Buenavista se comportaba igual. Estaba disponible, presente y relajado a pesar de las continuas llamadas del bufete, de los faxes y de todo el rato que pasaba, entre la una y las tres de la madrugada, revisando sus notas y preparando informes.
En la cama supletoria del Dolph’Inn, cuando intentaba coger el sueño mientras mis padres roncaban a pierna suelta, me gustaba imaginarme a los Baltimore en su piso, todos durmiendo menos Tío Saul, que seguía trabajando. Su despacho era la única habitación iluminada de toda la torre. Por la ventana abierta penetraba la tibieza del aire nocturno de Florida. Si yo hubiese estado en su casa, me habría deslizado hasta el umbral de la puerta para estar admirándolo toda la noche.
¿Qué era lo que resultaba tan fabuloso en La Buenavista? Todo. Era a la vez apabullante y tremendamente doloroso porque, al contrario de lo que pasaba en los Hamptons, donde podía sentirme como un Goldman-de-Baltimore, la presencia de mis padres en Florida me tenía atrapado en mi pellejo de Goldman-de-Montclair. Gracias a eso, o por su culpa, me di cuenta por primera vez de algo que no había entendido en los Hamptons: en el seno de los Goldman se había ido abriendo un abismo social cuyas implicaciones tardaría mucho tiempo en entender. La señal que a mí me resultaba más llamativa era la deferencia con la que el guardia de seguridad que estaba a la entrada de la residencia saludaba a los Goldman-de-Baltimore y les abría la puerta con antelación, en cuanto los veía llegar. "



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