La mesilla de noche (fragmento)Edgard Telles Ribeiro
La mesilla de noche (fragmento)

"Casi sin darnos cuenta, Andrea y yo iniciábamos nuestro tercer día en la finca, cada vez más inmersos en la reconstrucción de las aventuras de Guilhermina. Como por un acuerdo tácito, decidimos quedarnos unos días más, yo porque nada me ataba todavía a la universidad, en periodo de vacaciones, y ella porque tenía quien cuidara de La mesilla de noche, lo que en ocasiones le permitía pasar algunos días en Río o en Sao Paulo, adonde viajaba en busca de muebles y objetos con los que renovar los fondos de su casa de antigüedades.
De todas formas, los baños en la cascada, la cocina con fuego de leña, la imprevisible sombrerera que iba revelando poco a poco sus secretos, la dulzura de una agradable temperatura, las lentas charlas con el casero y su mujer, las noches en las hamacas bajo las estrellas, todo parecía disuadirnos de un regreso precipitado a la capital. Además, a esas alturas Andrea y yo estábamos empezando a dar sinuosos y tiernos paseos por las colinas que rodeaban la finca, abrazados por la cintura o cogidos de la mano, en un cortejo más propio de principios de siglo al abrigo del cual seguíamos desmenuzando con delicadeza nuevos aspectos de la historia de su vieja tía. Sin decirle nada, yo había empezado a tomar algunas notas, en el tímido preludio de un posible guion que muy probablemente se uniría algún día a sus hermanos más viejos y más empolvados en el fondo siempre generoso de mi cajón. Una vez más, en aquella tercera mañana soleada, nos había despertado el canto de los pájaros mezclado con las risas de los hijos del casero que jugaban a pocos pasos de nosotros. Mientras nos desperezábamos en nuestras hamacas, con un vaso de zumo de naranja en las manos, un nuevo gallo asumía cautelosamente su puesto en el balancín, lanzando miradas inquietas de un lado a otro, como buscando a su antecesor en esa eterna cuerda floja entre la audacia y el comedimiento. Sin dejar de pensar en Guilhermina ni un segundo, yo reflexionaba sobre lo mucho que me habría gustado escuchar su bella historia, pero no en la finca en que la tía viviera sus últimos años, sino precisamente en la hacienda donde habían ocurrido los hechos.
Transcurridos más de cincuenta años, ¿seguiría existiendo la vieja mansión en el estado de Río? ¿Cómo sería? Disponíamos de algunos fragmentos que habían dejado dos o tres protagonistas, pero no contábamos con una descripción más metódica. Y en la sombrerera no habíamos encontrado ninguna fotografía o imagen de la hacienda. Aun así, no era difícil reconstruir de forma aproximada el escenario donde habían tenido lugar los acontecimientos.
La casa, más parecida a la residencia permanente de un hombre adinerado que a una hacienda propiamente dicha, debía de ser imponente. Durante toda su vida, el comendador, nacido en una familia pudiente y aristocrática, había heredado muebles, vajillas y objetos de buen gusto, conformando así un patrimonio que se consolidaría a lo largo de sus viajes al extranjero y del cual todavía quedaban algunos vestigios en La mesilla de noche. Después de su viaje de juventud, el comendador regresó en dos ocasiones a Europa (una de ellas en el primer vuelo del dirigible zepelín) y emprendió un viaje de luna de miel por Argentina y Uruguay con su primera mujer. Así, tanto por herencia como por la vida que llevó, cabía deducir que la casa del comendador debía de ser amplia y cómoda, al estilo de las majestuosas propiedades rurales que los barones del café construyeron en la primera mitad del siglo XIX en el valle del Paraíba fluminense. "



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