Delfines (fragmento)Alberto Vázquez Figueroa
Delfines (fragmento)

"Laila, que se había girado de nuevo hacia el espejo, le guiñó un ojo y se pasó el dedo por los labios como dando a entender que estaban sellados para siempre.
Adrián Fonseca dirigió una última mirada de admiración a aquel soberbio trasero y aquellas largas piernas que parecían dos columnas perfectamente torneadas, y lanzando un hondo resoplido de angustia abandonó la estancia secándose el incontenible sudor frío que le corría por la frente.
La agresiva piscina sobresalía como una concha, a más de cien metros de altura sobre el lujuriante bosque tropical que cubría las faldas del «morro», dominando Tijuca y la bahía de Guanabara, con el Cristo del Corcovado a la izquierda y los altos edificios desdibujados por el humo y la polución muy a lo lejos.
Sumergirse en las transparentes aguas sabiendo que debajo no existía más que un cristal y un abismo, requería un valor muy contrastado y una gran confianza en el arquitecto que había diseñado y construido semejante prodigio de ingeniería, por lo que a Paulo Duncan no solía sorprenderle que la mayoría de sus invitados se negasen a darse un refrescante baño en su piscina ni aun durante los más sofocantes días de finales de enero.
Pero pocos espectáculos podían compararse, en este mundo, al hecho de contemplar en una noche de carnaval a cinco o seis fabulosas mulatas nadando desnudas en la piscina iluminada, como si se encontraran suspendidas en mitad de las tinieblas, y no había una sola persona en Río de Janeiro que no soñase con la posibilidad de que al menos una vez en su vida Paulo Duncan le invitase a una de sus inimitables fiestas.
Aunque aquel día y en aquel preciso instante, con los últimos coletazos de una resaca de tres noches de alcohol y sexo aún correteándole por las venas, Paulo Duncan lo único que deseaba era continuar a la sombra de su flamboyán predilecto, dejando pasar las horas con la mente absolutamente en blanco. "



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