La calavera del sultán Makawa (fragmento) "De los ciento diecisiete caballos con los que contaba la batería, sólo ochenta y dos seguían con vida. De los doscientos cincuenta artilleros, noventa y seis habían muerto, estaban heridos o habían caído enfermos. Ocho de los heridos fueron condecorados con la Cruz de Hierro, un honor que para ellos había dejado de ser motivo de alegría. Al sargento Karl Meumann, el hombre más recio de la batería, le habían amputado el pie en una mesa de operaciones del hospital de evacuación de Beuthen el día antes de que recibiese la condecoración. En la planta superior, Gustav Häberlein guardaba cama totalmente escayolado y preso de la fiebre. El invidente Johannes Becker, en un asilo situado en los Montes Metálicos, palpaba la cruz negra y blanca sin pronunciar palabra. De repente la dejó caer al suelo y trató de asir el tablero que había frente a él encima de una mesa: estaba aprendiendo a leer la escritura para ciegos. Las bajas que la enfermedad, las heridas y la muerte habían producido en las filas de la batería pronto quedaron cubiertas. Allá donde fueran se llevaban cualquier caballo que encontrasen, y el propietario recibía por él una nota, un vale. Entregado: un caballo. Y el propietario firmaba… A esto se lo llamaba requisar, y requisaban, en cualquier parte, todo aquello de lo que pudieran apropiarse. En el lugar donde se encontraban ahora hallaron un chozo, una precaria cabaña formada solamente por dos estancias: una sala de estar que hacía las veces de dormitorio y un establo donde se encontraba el único caballo que poseía la familia que allí vivía. Era un caballo blanco, hermoso y fuerte. La familia había tapiado la entrada del establo para esconderlo, pues el animal era su única posesión; lo querían más que a nada en el mundo. Durante aquella semana, en la que habían visto marchar por delante de su puerta a los rusos, luego a los alemanes, de nuevo a los rusos y ahora otra vez a los alemanes, lo habían alimentado arrojándole el forraje a través de un agujero hecho en el piso de arriba y le habían dado de beber descolgando un cubo atado a una cuerda. Así era como habían evitado la requisa del animal. El cuartucho en el que, dando un traspiés, acababa de entrar el conductor Müller era de un tamaño mucho menor del que la pequeña cabaña tenía por fuera. No se veía ninguna otra puerta, ni por fuera ni por dentro; tampoco ventanas. ¿Qué sería aquella habitación secreta? ¿Se ocultaban allí armas, espías, enemigos? Müller notificó el singular hallazgo y el alférez Allenstetten acudió de inmediato. Éste dio orden de echar abajo el muro, escribió luego una nota de requisa, y el conductor Müller y el cabo Skobel sacaron el caballo blanco al patio. Los propietarios, un campesino anciano, su mujer, sus dos hijas mayores y su hijo, un muchacho de la edad de Jan, se echaron al suelo y, arrodillados frente al oficial, se lamentaron, gritaron, lloraron y rezaron. Aquello le partía a uno el corazón. Le besaban los ribetes de la guerrera, se aferraban a sus piernas, le besaban las botas sucias y lo miraban desde el suelo, suplicando, como si fuese la misma divinidad. Pero él no era Dios, era simplemente un soldado. Y los soldados son crueles. " epdlp.com |