Roma (fragmento), volumen 2 de Las Tres CiudadesEmile Zola
Roma (fragmento), volumen 2 de Las Tres Ciudades

"Pierre le había escuchado con asombro cada vez mayor, en el que se mezclaban una especie de terror y de tristeza. Todo aquello era cosa natural y hasta legítima; pero en el ideal que él se había forjado de lo que debía ser un pastor de almas, apartado del mundo, por encima de todo, despreocupado de las preocupaciones terrenales, no se había imaginado jamás que pudiesen existir. De modo que el papa, el padre espiritual de los pequeños y de los que sufren, se había entregado a especulaciones en terrenos y en valores de Bolsa… Había jugado, había colocado sus fondos en manos de banqueros judíos, había practicado la usura, había hecho sudar el dinero de los intereses, ¡y era el sucesor del Apóstol, el pontífice de Cristo, del Jesús del Evangelio, el amigo divino de los pobres! ¡Y qué doloroso contraste! ¡Allá arriba, en aquellas habitaciones del Vaticano, en el interior de algún mueble discreto, tantos millones! ¡Tantos millones que se invertían, que fructificaban, traídos y llevados constantemente de un sitio a otro para que produjesen más, como huevos de oro empollados por un avaro con ternura apasionada! ¡Y, en cambio, allá abajo, en aquellas abominables construcciones del barrio nuevo, tanta miseria! ¡Tantas pobres gentes que se morían de hambre en medio del estiércol, madres que no tenían leche para sus críos, hombres reducidos a la holganza y al paro, viejos que agonizaban como bestias de carga, a las que se da la puntilla cuando ya no sirven para nada! Dios de caridad, Dios de amor, ¿era posible esto? La Iglesia, desde luego, tenía necesidades materiales, no podía vivir sin dinero; reunir un tesoro que le permitiese combatir y vencer a sus adversarios era un pensamiento de prudencia y de alta política. Pero todo aquello era lastimoso, deshonroso, y la obligaba a descender de su realeza divina para no ser ya sino un partido, una vasta asociación internacional, organizada con el propósito de conquistar y poseer el mundo.
Cuanto más lo pensaba, más se asombraba Pierre de aquella extraordinaria aventura. ¿Quién imaginó jamás drama tan inesperado y sobrecogedor? Aquel papa que se mantenía amurallado dentro de su palacio, que era ciertamente una prisión, pero que tenía cien ventanas que se abrían al infinito espacio, que daban sobre Roma, sobre la Campaña, sobre las colinas lejanas; aquel papa que desde su ventana, a todas las horas del día y de la noche, en todas las estaciones del año, abarcaba con una ojeada, veía tendida a sus pies la ciudad que le habían robado, y cuya restitución exigía con un grito lastimero y quejumbroso; aquel papa que había asistido desde los primeros trabajos, día a día, a las transformaciones que experimentaba su ciudad: a la apertura de nuevas vías, al derribo de viejos barrios, a la venta de terrenos, a la construcción por todas partes de grandes edificios, que acabaron por formar una cintura blanca alrededor de los antiguos techos rojizos; aquel papa, entonces, en presencia de ese espectáculo cotidiano, de esa furia de construcciones que él podía seguir desde que se levantaba hasta que se acostaba, se contagia de la pasión por el juego que emanaba de la ciudad entera como un vaho de borrachera; y aquel papa, desde el interior de su cuarto, herméticamente cerrado, se entrega al juego, especulando con el embellecimiento de su antigua ciudad, esforzándose por enriquecerse con negocios emprendidos por aquel mismo Gobierno italiano al que trataba de expoliador, y de pronto pierde millones y millones en una catástrofe colosal, que él hubiera debido lógicamente desear, pero que no había previsto en modo alguno. Jamás, jamás hubo rey destronado que se entregase a una sugestión tan extraña, que se comprometiese en una aventura tan trágica como aquella que parecía un castigo del papa. Pero no era un rey el que había hecho todo aquello: era el delegado de Dios, era Dios mismo, infalible; así lo creía la cristiandad idólatra. "



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