La polilla y la herrumbre (fragmento)Mary Cholmondeley
La polilla y la herrumbre (fragmento)

"Janet guardaba un recuerdo un tanto confuso de lo que sucedió a continuación de aquello. Anne disponía y ella obedecía, y hubo otra travesía en coche de caballos, y ahora estaba sentada en una alcoba fresca y blanca que conducía a la habitación de Anne; al menos eso decía Anne. Anne entraba y salía de vez en cuando, la obligó a beber un vaso de leche y le alisó el cabello con una mano muy cariñosa. Pero Janet no reaccionaba.
Anne era de aquellas personas que no descuidan las pequeñas cosas de la vida. Pensaba que Janet sufría una impresión fuerte, y mandó buscar a la única criatura pequeña que había en la grande y lóbrega casa de Londres: el vulgar gatito doméstico que pertenecía a la cocinera.
Anne acercó en silencio el gatito cálido y soñoliento a la mejilla de Janet. El gato ronroneó al entrar en contacto con ella, y luego se durmió como un ovillo de consuelo junto a su cuello. El rostro blanco y tenso se relajó. La caricia amable y la presencia de Anne no habían obrado aquel efecto, pero el gato sí. Dos grandes lágrimas rodaron por su piel.
Quizá no sean nuevas la paz, la tranquilidad y el bienestar físico de sentir una vida pequeña y cálida, dormida, acurrucada contra uno. Quizá se remonte a la época de la selva, que dejó de ser una jungla cuando Eva dio a luz en ella a su primogénito. Creo que cuando Eva escuchó por primera vez el aliento de su niño durmiendo sobre su pecho debió de olvidarse de todo lo relacionado con el Jardín del Edén perdido. Después de aquello, las zarzas y las espinas arañarían ya muy poco.
Más adelante, cuando Anne entró sigilosamente, Janet estaba dormida con el gatito sobre el hombro.
Una hora después, Anne volvió a entrar con un maravilloso vestido blanco y se detuvo un instante para mirar a Janet.
Anne no estaba nerviosa, pero un pequeño tumulto la agitaba, igual que un viento veraniego remueve y ondula toda la superficie de un estanque profundo. Sabía que vería a Stephen esa noche en la cena, a la que ya iba con retraso, aunque una larga experiencia le había enseñado que no servía de nada encontrarse con él, que sin duda él no le dirigiría la palabra si podía evitarlo; no obstante, esa certeza de verle provocaba una tenue coloración, que le quemaba las pálidas mejillas, una luz vacilante en sus ojos graves, un leve temblor en todo su frágil ser. De pie, en la penumbra, parecía una mujer en cuyas exquisitas manos habría podido confiar su amor esquivo y ambiguo hasta un poeta, y mucho más un recio hombre de negocios como Stephen. "



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