El caso Sparsholt (fragmento)Alan Hollinghurst
El caso Sparsholt (fragmento)

"Johnny cerró la puerta de la tienda, bajó presuroso por la calle y, nada más doblar la esquina de King’s Road, levantó los brazos y, con dos hábiles giros, se soltó el pelo y lo sacudió. Un hombre que pasaba en una furgoneta le silbó y una mujer mayor que estaba entrando en su coche dijo con espíritu deportivo: «Ojalá yo pudiera hacer eso.» Johnny se vio en un par de escaparates, y en la puerta esquinada de un bazar había un espejo de cuerpo entero donde se miró mientras separaba las chaquetas que estaban colgadas en el perchero exterior. Eran más de las once, pero las boutiques abrían tarde y algunas estaban empezando a abrir sus puertas. Habría podido coger el autobús para recorrer toda la calle, pero cada vez que pasaba uno lo atraía más la actividad que había en las aceras, por donde incluso un anodino martes por la mañana pasaban, de vez en cuando, personajes elegantes y por donde los primeros paseantes y compradores coincidían con los parroquianos que esperaban para entrar en los pubs. En algún sitio estaban quemando varillas de incienso y, de una tienda donde vendían pañuelos de cuello y tapices de batik, le llegó un fuerte olor a sésamo. Se alegraba de que Cyril le confiara aquellos pequeños encargos que le permitían salir del taller durante el día; si bien al pasar por delante de tanto color y tanta tentación (la Boutique Man, las estrambóticas ventanas del Chelsea Drug Store, que recordaban a un búho, una tienda en la que aún no había entrado y que se llamaba SEX), empezó a lamentar que le hubieran encomendado una tarea.
En Sloane Square bajó corriendo al andén de la estación casi con la sensación de estar haciendo novillos y tuvo que meterse en un vagón de fumadores para seguir a una pareja italiana; el hombre llevaba unos vaqueros blancos tan increíblemente apretados que Johnny se apeó dos paradas después de Victoria solo para mirarlo. Luego cambió rápidamente de andén y volvió, subió a toda prisa la escalera mecánica y la normal, pero había mucha cola en la taquilla y, cuando llegó al andén, el vagón de cola del tren que tendría que haber cogido ya había llegado al cambio de agujas y se perdía de vista.
Salía otro tren al cabo de treinta minutos, así que, de todas formas, podía llegar a Gypsy Hill media hora antes de que comenzara la subasta. Se guardó el billete en la cartera y deambuló ojeando los paneles de salidas y a los hombres que los consultaban; luego se quedó de pie, oscilando, frente a la avalancha de la llegada de dos trenes, fantaseando con detectar algún saludo en las caras que se fijaban en la suya unos segundos al pasar a su lado. Los pasajeros llegaban a Londres y Johnny sentía su emoción, así como otro placer más sutil: el de detectar, como londinense, el ciego gesto de rutina de la mayoría de los viajeros. Algunos reducían el paso y esperaban, rondaban por allí entre preocupados y absortos. Se despejó un poco el espacio y Johnny vio el movimiento alrededor de la entrada con el letrero «Caballeros» por la que los hombres se metían presurosos y bajaban la escalera, cruzándose con otros que salían con aire decidido. "



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