La fotografía (fragmento)Carmen Laforet
La fotografía (fragmento)

"Por la tarde vistió al niño con su mejor trajecillo y se encaminó a casa del fotógrafo. Ella se había peinado cuidadosamente, su traje veraniego crujía de tanta plancha. Llevaba al hijo en brazos, orgullosa, como si la criatura fuese un rey. A veces se sentía ridícula con aquella felicidad que le venía en oleadas, casi haciéndola llorar, cuando alguna mujer volvía la cabeza para contemplar al niño.
El camino del mercado resultaba distinto, casi desierto. Los puestos de los vendedores, cerrados, y donde solía estar diariamente el carro de naranjas había hoy una mujer de cara amarillenta junto a un cestón de flores, esperando paciente, sin moverse, compradores para su mercancía. Leonor hubiera comprado todas las flores, pero pasó de largo y cruzó la calle.
Arriba, en el cuarto piso, doña María, la viuda del fotógrafo, atisba la calle silenciosa. Falta media hora para cerrar. Siente en el fondo de la casa el canturreo impaciente de Juanón, el «chico», antiguo ayudante de su marido, que ahora es quien maneja los aparatos. Ese canturreo quiere decir que es inútil abrir las tardes de fiesta, que tampoco hoy vendrá nadie, y que él está perdiendo miserablemente un buen trozo de su domingo.
Doña María siente hervirle el pecho en un burbujeo colérico. ¡Por Dios! ¡Tener que estar a merced de este arrapiezo! Doña María no se ha preocupado de aprender, en veinte años, de matrimonio, el misterio del revelado, las habilidades del oficio que le hace ganar el pan. En vida del marido, doña María sólo sabía y se especializó en «colocar» a los clientes. Sujetar una cabeza, tirar de un brazo, hasta casi descoyuntarlo, para que resultase más armónica la postura y la foto más perfecta. Éste era su único arte. Y ahora se encontraba sin poder despedir a este descarado de nariz ganchuda y granujienta, que sólo sabe pensar en novias.
Doña María suspira. La tarde del domingo pone una vida especial en tanta sonrisa de desconocidos que adornan las paredes. La gran máquina, abrigada como una bruja en su capa negra, respira tristeza.
Tristeza, aburrimiento y también una terrible inseguridad. Doña María se estremece. Nunca se imaginó así su viudez, y bien sabe Dios que pensó en ella mil veces, deseando que llegase, cada vez que el mal genio del difunto fotógrafo le aterrorizaba. "



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