El hijo judío (fragmento)Daniel Guebel
El hijo judío (fragmento)

"En un almuerzo familiar, le menciono a mi tío Alberto la escena del abuelo Ernesto y le digo que aún hoy no puedo perdonar que sus hijos no estuvieran en el momento de su muerte. Alberto me mira como si yo fuera un extraño, un loco: “¿Qué decís? Yo estaba. La enfermera me sacó de la habitación. Yo estuve ahí cuando mi padre moría”.
Después de su última operación en las piernas (oclusión vascular aguda, con colocación de stents que se taparon a los tres meses de la cirugía), quedó con una secuela de nombre complejo y cuya última palabra es “claudicante”. Se lo llama “síndrome del contemplador de vidrieras”, porque cada media cuadra los afectados no pueden dar un paso más y deben detenerse a descansar. Por las dudas, previendo el avance del mal, que incluiría, en caso grave, la amputación de una o de ambas piernas, hace un par de meses le conseguí una silla de ruedas que hasta ayer se negó a probar por mucho que le dijera que podríamos usarla para pasear por el barrio. Pero ayer fue 31 de diciembre y le dije a su cuidadora que antes de irse a festejar fin de año con su familia plegara la silla de ruedas y la pusiera en el taxi a la hora de traerlo a mi casa. “Eso no”, me decía él, apuntando a la silla con el índice. Pasó toda la tarde durmiendo y después encendí la televisión y le puse el canal de documentales de la naturaleza. Los que se ocupan del reino animal tienen una mecánica idéntica: una bestezuela tierna, un herbívoro que ramonea el pasto o se inclina grácilmente a beber el agua del arroyo, y de golpe vemos el ataque del predador. Después de un par de horas de esa reiteración me dijo que iba a dormir. Lo llevé al cuarto, lo ayudé a quitarse la ropa y descorrí la sábana y la manta con la que hay que abrigarlo (tiene frío aun cuando la temperatura pase de los treinta grados) y lo tapé. “Gracias, gracias”, me dijo. “Cualquier cosa que necesites me llamas”, le dije. Me pidió que le acercara un pañuelo de papel para sonarse la nariz y se durmió. Un rato más tarde comenzaron a sonar los cohetes, a estallar bengalas en el cielo. Salí a la calle a verlas y un vecino me invitó a brindar, pero le conté que tenía a mi padre durmiendo en casa y que si despertaba y no me veía, al estar desorientado en tiempo y en espacio, sufriría un acceso de confusión. Volví a casa y subí a la terraza, pero las bengalas y sus crepitaciones de felicidad se habían ido apagando y solo se veían el resplandor de las luces de la ciudad y el amarillo de la luna. Me quedé poco tiempo arriba, pensando que tal vez se despertaba y no me veía, y si no me veía me echaría en falta, porque sabe quién soy aunque a veces no recuerde cómo me llamo. Pero durmió a lo largo de doce horas. Cada tanto yo entraba al cuarto para ver si respiraba y cada tanto él se despertaba apurado para ir al baño, arrastrando los pies como un viejo que acaba de cumplir ochenta y nueve años. Después de orinar volvía al cuarto, más perdido aún, y yo iba al baño y echaba una mezcla de agua y lavandina alrededor del inodoro, porque, en su caso, apuntar ya no es lo mismo que acertar. "



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