Juan de Juanes (fragmento) "Desde la finca Las Brisas, donde vivía Coronel Urtecho, se podía llegar al Gran Lago por el río Frío, o salir por el río San Juan después de navegar su afluente el río Medio Queso, que se divisaba desde la casa, y al que se accedía por un caño artificial para botes y pangas de poco calado. Ahora no recuerdo cuál de las dos vías usamos, pero en ambos casos era necesario acercarse hasta el puerto de San Carlos, donde las aguas del lago entran en el San Juan, y hacer un giro con la embarcación, el santo y seña acordado entre la familia Coronel y los guardias del puesto nicaragüense, y así seguir hacia el interior sin necesidad de bajar en el muelle para los trámites de migración y aduana. Por eso es que podemos decirle a la posteridad que Julio Cortázar entró a Nicaragua sin que la dictadura de Somoza se enterara. Clandestino. Con alguna frecuencia yo iba de visita los fines de semana a Las Brisas, en vuelos más azarosos que el que describe Julio, pues tomaba, a veces en compañía del poeta Carlos Martínez Rivas, un viejo bimotor DC-3 de tiempos de la segunda guerra mundial, de esos que mientras están en tierra parecen insectos gordos sentados en sus patas traseras, los asientos remozados forrados de vinil como las sillas de barbería, un ruidaje de las latas del fuselaje al despegar, y cuando iba a aterrizar en la pista de barro rojizo de Los Chiles, que era como una herida abierta en medio de la vegetación, charcos de lluvia en el medio que se evaporaban al sol, el piloto debía pasar rasante y volver a elevarse en señal de que las vacas vagabundas que triscaban las islas de zacate debían ser ahuyentadas por el único empleado que se guarecía del sol en una caseta de tablas, qué torre de control ni qué ocho cuartos, regresaba a San José los lunes por la mañana, y a veces el piloto informaba a los estimados y amables pasajeros que la batería del avión estaba muerta, con lo que era necesario ir a pedir prestada la que alimentaba el transmisor de la Compañía Radiográfica Costarricense, la cargábamos en el jeep descapotado de la finca, el mismo en el que Luis, uno de los hijos del poeta, nos recogió esa vez que llegamos con Julio, y cuando las hélices, debidamente estimuladas por la transfusión de energía comenzaban a girar, subíamos en fila india al insecto. En ese mismo avión antediluviano viajaba una vez a San José un técnico del Instituto Clorito Picado con dos jaulas portátiles donde dormían unas serpientes barba amarilla, la más mortífera de aquellos llanos, destinadas a ser ordeñadas de sus glándulas en el laboratorio del instituto para sacarles el veneno y obtener suero antiofídico, y en pleno vuelo una de ellas despertó y logró salir de la jaula para aparecer en el respaldo del asiento de una marchanta que iba a traer mercancía para su pulpería, y ella que dormitaba entreabrió los ojos y vio de pronto aquella cabecita curiosa mirándola, se levantó dando un grito, corrió hacia la cabina del piloto, los demás pasajeros corrieron con ella también gritando en desconcierto, la culebra los siguió, asustada, el avión inclinándose hacia la proa, los tripulantes retrocedían desbarajustados y se apiñaban a estribor, y entonces el avión escoraba hacia ese lado, y en tanto el técnico tratando de cazar a la culebra con una vara telescópica de aluminio provista de un gancho hasta que logró paralizarla por la cabeza, esto lo contaba Luis Coronel que nos recogió esa vez de la visita de Julio en el aeropuerto y luego condujo la panga que nos llevó esa misma tarde a Solentiname. " epdlp.com |