1917 (fragmento)Martin Kohan
1917 (fragmento)

"Yo no pensaba nunca en Stalin”, escribe Trotski, cuando el “intento autobiográfico” de Mi vida va entrando en su tramo final. ¿Es reproche o es jactancia? No lo sé, no estoy seguro; pero me parece decisivo que pueda ser tanto una cosa como la otra, o más aun que pueda ser ambas cosas a la vez. “Yo no pensaba nunca en Stalin”, admite o se ufana Trotski, y de inmediato se permite ampliar: “En el fragor de la lucha, ni siquiera me di cuenta de que existía”. La grandeza de la vida de Trotski queda inscripta en estas frases, no menos que su completa desgracia. Si Trotski no repara en Stalin, si ni siquiera se da cuenta de que existe, es ante todo porque presta atención a las cosas que de veras importan, a las cosas decisivas, y eso excluye al gris Stalin, posterga al tan mediocre Stalin. El hecho mismo de que no esté ni vaya a estar jamás a la altura de León Trotski es justo lo que lo vuelve imperceptible para él. Pero a la vez, qué duda cabe, a Trotski le habría servido fijarse a tiempo en Stalin, debería haberse percatado de su existencia, le habría convenido sin dudas advertir su juego (que lo mitigado podía perfectamente ser una estrategia de lo subrepticio, que la cortedad de las limitaciones personales podía perfectamente cobrar la fuerza terrible de los resentimientos duraderos).
Sabemos demasiado bien que Stalin terminó por alterar el curso de la vida de Trotski. Lo cierto es que también alteró el curso de Mi vida de Trotski. Lo hace pasar del registro autobiográfico y épico al género del alegato político. La narración política y la argumentación ideológica, soportes de una evocación monumental, se ven forzadas hacia el final, no menos que su autor, a deslizarse a la autodefensa: refutar calumnias, enderezar tergiversaciones, denunciar infamias, apelar.
Stalin y sus mentiras obligan a desmentir. Stalin y sus invectivas personales obligan al descargo personal. Stalin y su desfiguración histórica obligan a refrendar una figuración histórica. Trotski asume esa tarea, desde su destierro en Turquía, como seguirá haciéndolo en Noruega o en México, con la firmeza del que tiene una convicción y con la rabia del que sufre una injusticia. Responderá pacientemente a las mentiras, a las invectivas personales, a la desfiguración histórica. Pero cuando esa necesidad se impone en las páginas de Mi vida, cuando la épica biográfica de la revolución y los destierros debe hacerle un lugar a la resuelta desintegración de las infamias, el relato que ha ido tramando Trotski cuenta ya con una comprensión impar de lo que es la verdad (la que proviene de un cierto poder alquímico para extraer verdad de lo que empieza como mentira), con una elaboración singular de lo que es lo personal (la que proviene de la evidencia fáctica de que lo personal no es político, sino que cede a lo político), con un tramado especial de la figuración histórica (la que proviene de una combinación política de mostración y ocultamiento).
La primera vez que Trotski suministra un nombre falso a sus compañeros de lucha, lo que siente es remordimiento: “Cuando conocí a Mujin y a sus amigos me presenté con el nombre de Lvov. Esta primera mentira de conspirador no fue fácil: me dolía verdaderamente ‘engañar’ a las personas con las cuales yo me entendía para una causa tan grande y buena”. Claro que no tarda en advertir que en esa “mentira de conspirador” está la verdad de la conspiración: la falsificación del nombre es garantía de autenticidad política. No es extraño, por lo tanto, que en la siguiente ocasión consiga establecer otra clase de conexión entre lo azaroso y lo definitivo, entre lo fingido y lo cierto: “En el bolsillo llevaba un pasaporte extendido con el nombre de Trotski, que había escrito al azar, sin prever que este nombre permanecería conmigo para toda la vida”. El nombre falso resulta el verdadero, cifra misma de la conversión política, o bien de la política (de la política revolucionaria) como una conversión: “Desde el inicio del movimiento revolucionario, en 1902, me fugué después de fabricarme un pasaporte falso con el nombre de Trotski; de allí viene mi seudónimo, que rápidamente se convirtió en mi verdadero nombre”. La falsedad del pasaporte, no menos que la del nombre, define de por sí una impugnación de base a un régimen político en cuyas normas no se cree. ¿Qué podría significar un pasaporte legal, si lo expide el régimen ilegítimo del zar? Dialéctica de la documentación personal: la falsificación del pasaporte falso señala una verdad política. Y dialéctica de los nombres y los seudónimos: la falsificación del nombre falso se asienta como verdad revolucionaria. "



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