Pensamientos secretos (fragmento)David Lodge
Pensamientos secretos (fragmento)

"Mary Willington estaba sentada en el vestíbulo gris, sin ventanas al igual que todas las demás habitaciones del espacioso apartamento subterráneo, con las manos unidas en el regazo de su falda gris de sarga, y observaba avanzar, en el reloj de pared de ébano, la aguja de los minutos a través del último segmento de su giro circular. Ahora estaba alineada exactamente —y la eclipsaba— con la aguja de las horas, que apuntaba hacia el número romano once. Cuando el más largo de estos indicadores hubiese medido cinco unidades más, el reloj tocaría cinco notas sonoras y solemnes; la puerta de fieltro que daba acceso al mundo exterior, a través de un oscuro pasillo que desembocaba en otra puerta maciza y tachonada, giraría en silencio sobre sus goznes; y el maestro de Mary aparecería en el umbral.
Estaba segura de que él vestiría su habitual e inmaculado traje negro y relucientes botas negras, una pechera blanca recién planchada y una corbata gris de seda en la garganta. Pero no llevaría sobre sus patillas y su tupida barba negra la máscara facial de acero mate, con aberturas, que normalmente ocultaba a la vista de Mary el color de los ojos y los labios del hombre. Y quizás hoy transportase, más que llevase, los flexibles y prietos guantes negros, de la más fina cabritilla, que siempre le tapaban las manos en presencia de Mary.
Se miró sus propias manos, enlazadas en una engañosa postura de sereno reposo, y enfundadas en una resistente piel negra de cerdo que sólo le permitían quitarse por la noche, con ayuda de la criada ciega, Lucy, para impedirle de este modo toda vislumbre involuntaria del rosa nacarado que —tal como ella tenía entendido— teñía las placas translúcidas que cubrían el dorso de las puntas de sus dedos.
Bueno, pronto vería las uñas, así como muchas otras cosas, pero mezclada con aquella reflexión agradable estaba la aprensión, a la vez vaga y más emocionante, de que al «salir» al mundo del color no sólo su sentido de la vista se vería realzado, sino también su sentido del tacto. Quizás tomase en su mano la mano desnuda del profesor Hubert Dearing cuando él la saludase en el futuro: aunque «desnuda» no era, por supuesto, la palabra correcta, ni tampoco «descubierta» ni «desvestida». Finalmente optó por «despojada de su habitual tegumento de cuero», pero no sin que la ruborizasen los epítetos más expresivos que, como posibles candidatos, se le pasaron por las mientes. Es decir, experimentó en las mejillas una sensación abrasadora, hormigueante, que ella sabía que la causaba una inundación súbita de los vasos sanguíneos en su epidermis facial, aunque el efecto visual de este fenómeno, al igual que todas las demás alteraciones de su tez, sólo lo conocía teóricamente. No había un solo espejo ni otra superficie reflectante en toda la serie de habitaciones que ocupaba, y hasta la superficie de la máscara del profesor Dearing había sido raspada con cuidado para que no ofreciese a nuestra heroína ni siquiera una imagen distorsionada de su propia cara. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com