Los amantes de Todos los Santos (fragmento)Juan Gabriel Vásquez
Los amantes de Todos los Santos (fragmento)

"Los campos que bordeaban el camino eran del color del cielo nocturno. El alumbrado público, en esa zona de las Ardenas, era casi inexistente, y sólo rompían la oscuridad los atados de heno envueltos en plástico blanco, grandes y redondos como globos de luz. Atravesé Hamoir y crucé el pueblo entero sin ver una luz encendida. La Maison du pêcheur estaba cerrada, pero el Ford del viejo Luca dormía sobre la plataforma de gravilla. Luca era amigo de todos los cazadores de la región; solía comprarles las presas del día y las pagaba bien, y en las noches el pequeño salón a la izquierda de la barra se llenaba de hombres vestidos de gris y de verde, sus botas todavía embadurnadas, que discutían a gritos los resultados de la jornada. Pero esta noche ya se habían ido. Golpeé un par de veces sobre la puerta de roble; el lugar estaba oscuro, y las luces amarillas del paso a nivel se reflejaban en los cristales empañados. Pensé que un sitio iluminado y cálido es igual a cualquier otro, pensé en la friterie de la rue de Saint-Roch, y fue agradable volver a la camioneta y cerrar la puerta y no sentir más el viento. El interior olía a vestidos mojados, pero también al perfume de
Michelle. La calzada brilló bajo las luces amarillas hasta que salí del pueblo. La radio anunciaba niebla.
La friterie de Saint-Roch era un carromato instalado en la esquina de la rue de Saint-Roch y la route de Marches. Era blanco y sucio, y adentro servían salchichas y hamburguesas y papas fritas y gaufres con crema de avellanas que yo nunca había probado a pesar de haber pasado mil veces por ahí. Al subir los escalones de madera, me crucé con un grupo de turistas alemanes, y pensé que habrían venido a ver las carreras de Spa. El local de la fritería olía a cloro.
Encontré un billete de doscientos francos entre las balas y los cartuchos que se me habían quedado en el bolsillo. Junto a la mesa de la esquina, debajo de una colección de botellas viejas, dos hombres bebían cerveza. Sobre el marco de la ventana había vasos desechables y un llavero de vidrio grueso. Las camisas de los hombres sólo se distinguían por el color del diseño a cuadros; era como si uno de ellos hubiese comprado ambas, o como si un tercero las hubiese escogido por encargo. Aparte de ellos y de la mujer enfundada en un ridículo uniforme rojo, que hacía sonar los botones de la caja registradora como si del volumen de aquel campanilleo dependiera su vida, no había nadie en el lugar. Pedí, como aquellos hombres, papas y una cerveza. Escogí una mesa desde la cual pudiera vigilar mi camioneta. Los hombres no me miraban.
El más viejo tenía un labio leporino y su bigote escaso lo hacía aún más notorio; las uñas del joven conservaban una pátina negra. No logré figurarme qué tipo de labor sería la suya, pero pensé que llevarían un camión hasta Bruselas o incluso hasta París, porque no parecían tener prisa por partir. La escena entera daba una impresión de quietud postiza, porque también la cajera había dejado de manipular la caja y ahora sus manos organizaban los artículos del mesón. Había en ella un rasgo vulnerable pero impreciso, y me hizo gracia comprender que estaba asustada. Pero entonces pensé si no era lícito que una mujer joven y pequeña —no era pequeña en realidad, pero su fragilidad daba esa ilusión— tuviera miedo trabajando sola y tan tarde en un carromato de comidas rápidas al borde de una ruta oscura. "



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