Filomena a mi pesar (fragmento) "Fue una tarde, la de aquel día, la que dediqué a callejear, sin salir de los límites de mi barrio, que eran bastante amplios. La verdad es que recorrí los alrededores de la Sorbona y el bulevar Saint-Germain. Me aguantaba la soledad recorriendo las cal es. Pude comprobar que, aunque yo no entendiera demasiado bien el francés hablado de prisa, a mí se me entendía. Acerté con el restorán en que entré a cenar. Al hallarme en la cal e, con la noche encima, se me ocurrió coger un taxi e ir a Montparnasse, a los famosos cafés que el señor Magalhaes me había señalado como el coto en que debía cazar. Les eché un vistazo. Había mucha gente, se hablaba mucho, pero yo no conocía a nadie, aunque lo más probable fuera que la mayor parte de aquellas fisonomías, unas serias y herméticas, otras gesticulantes, fuesen familiares a los curiosos y a los inquietos de todo el mundo. Observé cierta tendencia al desaliño en el vestir, y tomé buena nota. El taxi que cogí para el regreso me dejó frente a la Sorbona. El resto del camino lo hice a pie. Llovía un poco, el aire estaba azulado y no frío. Fui más allá de mi hotel, con tal fortuna que me paró una prostituta, de la que me fue difícil deshacerme, a pesar de responder en inglés a sus proposiciones. Al separarse de mí se despidió con un insulto. Hallé en el hotel un recado del señor Magalhaes: «No deje de venir temprano a la oficina. Le interesa.» Lo hice. El señor Magalhaes me había encontrado, dijo que por casualidad, un departamento vacío. Teníamos que ir de prisa a verlo, no fuera que alguien se nos adelantase. Estaba en una cal e de las cercanas al teatro Odeón, y para llegar a él tuvimos que subir cinco pisos en un ascensor y otro más a pie. La portera nos acompañaba. No me disgustó: tenía luz, estaba bien amueblado, aunque de manera más funcional que personal, y desde las ventanas se veía un hermoso panorama de tejados relucientes de lluvia y alguna que otra mansarda. «No sé si lo encontrará usted un poco caro, pero aquí nada hay barato.» Hice un cálculo mental de mis disponibilidades, y allí mismo lo contraté con la portera. Había, sin embargo, que firmar unos papeles y entregar un anticipo, pero todo quedó zanjado aquel a misma mañana, después de un viaje al banco al que el señor Pereira había consignado mi dinero: un banco de la plaza Vendóme. Supongo que el pronto pago me granjeó el respeto de la portera, que se llamaba Claudine y que tenía un aire de Celestina simpática. Magalhaes me recomendó que le diese la primera propina, y él la recibió con toda naturalidad mi puñado de francos. Me advirtió que evitase traer al piso amigos ruidosos, porque la vecindad era muy respetable. Aquel a misma mañana hice el traslado, y a la siguiente el señor Magalhaes me dejó libre para que pudiera comprar algunos complementos y también comestibles. Lo primero lo hallé en unos almacenes de escaleras mecánicas muy ruidosas; para lo segundo tuve que informarme de madame Claudine, quien se ofreció a hacerme la compra diaria si confiaba en ella. «Siempre le costará menos que si lo hace usted directamente.» Bueno. Ya tenía una dirección fija y una casa franca. Entonces me dediqué a buscar la librería a la que había enviado las cartas a Úrsula. Estaba en una calle cerca de la iglesia de San Severino, y se anunciaba como librería marxista. Vi desde fuera la gente que la atendía, y no me decidí a entrar: escribí a Úrsula una carta dándole mis señas, el teléfono de la oficina (de tal hora a tal otra) y la envié por correo, aunque sin mucha esperanza de respuesta, no sabría decir por qué. A la mañana siguiente empezó, por fin, mi rutina de corresponsal suplente, con las noticias culturales a mi cargo. Tuve que someterme a ciertos trámites burocráticos para poder circular por París como residente y periodista en ejercicio. El señor Magalhaes demoró para una fecha incierta mi introducción en el mundo de los artistas y de los escritores: alguien que él conocía y podía hacerlo se hallaba ausente. Pero me dio un montón de diarios y de revistas para que, de su lectura, entresacase lo que, a mi juicio, podría interesar en Lisboa. Fue como si en un bosque donde todos los pinos son iguales, me dijeran: «Elija uno.» Yo hice lo que pude: eché mucho ambiente a la noticia, muchas consideraciones sobre la lluvia que resbalaba por las copas de los castaños y un poco de los cafés que había visto. El señor Magalhaes lo aprobó, incluso con entusiasmo. «Escribe usted muy bien el portugués.» Le respondí que había tenido buenos maestros, y, por citar uno, nombré a Queiroz. «Buena pluma, pero de pensamiento peligroso —me respondió Magalhaes—. No es escritor cuya lectura convenga a un joven como usted.» El consejo me llegaba tarde. " epdlp.com |