En memoria de Zenzo (fragmento)Osamu Dazai
En memoria de Zenzo (fragmento)

"El atardecer tampoco tenía esta fea y humillante sonrisa cuando vino al mundo, sino que vivió momentos maravillosos recorriendo el cielo y ardiendo con una fuerza extraordinaria. Con su cuerpo sano y perfectamente redondo, lleno de ilusión, pensó que sería capaz de alcanzar cualquier objetivo. Pero ahora es débil. No por haber tenido un nacimiento complicado, sino por haber tomado conciencia de su propia maldad. «Yo, en otro tiempo, estuve en el trono. Sin embargo, ahora estoy aquí, sentado, contemplando las rosas del jardín», escribió mi amigo Yamagashi en una ocasión.
En mi jardín también hay rosas. En concreto ocho rosales, aunque nunca los he visto florecer. Tan solo tienen unas pequeñas y frágiles hojitas que se tambalean con el frío viento. Fui yo quien los compró, aun sabiendo que se trataba de un timo. Cuando se los compré a aquella mujer, sentí un profundo desagrado al contemplar de qué manera tan imprudente y forzada intentaba engañarme. Ocurrió a los cuatro días de habernos mudado a Tokio, en torno a la hora de comer. Antes vivíamos en K?fu, pero a principios de septiembre de aquel año decidimos instalarnos en la capital, concretamente en una casa situada en medio de una zona repleta de huertas, en el barrio de Mitaka. Estaba escribiendo una carta en mi habitación cuando de pronto vi que una campesina entraba en el jardín. Preguntó si había alguien en casa, empleando un tono de voz sugerente y cariñoso, por lo que dejé de escribir y me quedé observándola.
Era una mujer de campo, ancha, de unos treinta y cinco o treinta y seis años. Su cara era oscura y rolliza, como una castaña; sus dientes, del todo blancos, y sus ojos, finos como dos agujas, brillaban de manera extraña. Aquella mujer no me transmitía mucha confianza, por lo que preferí mantenerme en silencio y no contestarle. A pesar de la indirecta, me dedicó una profunda reverencia y me saludó con la misma voz sugerente inclinando la cabeza hacia un lado.
[…]
Sabía que todo lo que me contaba era mentira. Todas las plantaciones que rodeaban mi casa pertenecían al mismo hombre que me la alquilaba. Me lo contó él mismo cuando firmamos el contrato. Además, conocía a toda su familia. Vivía con su hijo, la mujer de este y su nieto. No me sonaba que hubiese ninguna mujer como aquella entre los suyos. Al ver que me acababa de mudar, pensaría que no conocía la zona y por eso se inventó aquella historia tan absurda. Para empezar, la ropa que llevaba era muy poco creíble. Vestía un hanten impecable que estaba atado por encima con un datejime. Además, llevaba la cabeza envuelta en un pañuelo con forma de capucha y tenía las manos cubiertas con protectores de color azul marino. Calzaba unas polainas de campo del mismo color y se notaba que los waraji eran nuevos. La ropa que llevaba debajo de la chaqueta había sido cuidadosamente bordada. Iba impoluta, tan limpia que parecía una campesina salida de una representación teatral cuyo vestuario había creado algún diseñador conceptual. No cabía duda de que se trataba de una molesta vendedora ambulante. Incluso hablaba con un coqueteo estúpido que me ponía de los nervios. Pero, aun así, no fui capaz de rechazar su oferta ni de echarla de mi casa. "



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