Ojalá octubre (fragmento)Juan Cruz
Ojalá octubre (fragmento)

"No le gustaban las comparaciones; eran odiosas, en efecto, él no las hacía. Por eso le aburría la envidia.
El hombre insistió pero mi padre ya había entrado en casa.
Solo, sentado también en el banco de cemento, el hombre se guardó su leontina de plata, caminó un rato por la huerta, acarició el lomo de la cabra y se marchó.
Mi padre no salió a despedirle.
El hombre volvió más veces, lo vi yo, pero mi madre no le puso café; era una señal que ella conocía.
Yo entonces no sabía muy bien qué era la riqueza, pero mi madre contaba que durante años en el arcón de la cómoda de caoba —mi madre guardaba en ella las fotografías, recortes de periódicos, contratos, la fe de vida— hubo tanto dinero que no se podía contar.
La verdad es que fue mucho después cuando yo supe qué era la pobreza.
La pobreza era no tener nada. En casa había.
Teníamos una huerta, estaba enfrente de la casa, la regaban ellos, tenía plátanos y hierbas y mangla; a mi padre se le manchaban las camisas de mangla, mi madre decía que era la mancha más difícil de quitar.
Mientras tuvimos platanera, mi padre y uno de mis tíos —mi tío Silverio, fue el gran amigo de mi padre, una pareja emocionante— volvían siempre con la camisa manchada de mangla.
Mi tío Silverio era silencioso y risueño, conversaba mucho con mi padre, eran dos colegas.
A veces se quedaban los dos en silencio, como si se conocieran tanto que no les resultara interesante hablar, acaso se intercambiaban recuerdos en silencio; y se buscaban. No podían vivir el uno sin el otro. Es literal.
No había libros en casa, ni periódicos. Había gofio, plátanos, agua, gallinas, pollos, conejos, árboles. Durante un tiempo, incluso, mi padre tuvo una finca a la que nos llevaba los domingos. Había que subir cuestas empinadas, había una era en la que jugábamos a perseguirnos, al escondite, y había una casa en la que había un lagar, y en septiembre pisábamos la uva. Las mujeres no pisaban la uva siempre, temían que el vino se corrompiera por los efectos malsanos de la menstruación, pero eso lo supimos más tarde, cuando ya lo supimos todo.
Mi padre tenía unos pies muy blancos, unas canillas flacas y descoloridas, jamás tomaba el sol. Sólo lo recuerdo al sol en la playa, una vez, bebiendo vino de una bota de cuero que le alcanza un pariente suyo. En esa fotografía también está riendo, siempre reía en las fotografías.
Cuando aquel hombre que volvió rico de Venezuela le dijo que él también tendría que haber ido, mi padre no dijo nada; lo miró, y siguió jugando con un palo con el que hacía que jugara también la perra.
El hombre siguió presumiendo de sus haciendas, de sus casas, de sus acciones, de sus amistades, pero mi padre no decía nada, y tampoco podía mentir. Estaba mi madre.
Mi madre le hubiera dicho: «¡Paco!». Y él hubiera entendido que no debía seguir mintiendo.
Porque mi padre tenía mucha fantasía; le podía haber dicho a aquel hombre que él no tenía ni nevera, ni cocina de gas, ni televisor, ni acciones, ni grandes empresas, pero tenía una doble vida, y que en la otra vida no sólo tenía eso sino mucho más… Mucho más que él, sin duda.
Pero delante de mi madre no podía mentir, ella no le dejaba.
A él le producían mucha repugnancia los fanfarrones.
Cuando mi madre se estaba muriendo, y para eso hacía falta aún mucho tiempo, mi padre le contó una fanfarronada que le había hecho uno de aquellos fachentos (así los llamaba mi madre: «fachentos»): le había negado la mano, lo había visto y le había negado la mano, y ella, con el hilo de voz que ya le había dejado su agotamiento, le dijo: «Pues la próxima vez le ofreces el pie».
No noté la miseria, eso no se nota; se nota la humillación, yo la vi.
Guardaban la ropa en un armario grande, de dos partes, supongo que como todos los armarios; yo nunca lo abrí; me parecía enorme y pesado, era como un gigante en aquel cuarto, y estaba también la cómoda en la que en un tiempo mi padre guardaba el dinero: a veces escuché en mi casa la palabra clave, la que entonces se decía en voz baja, estraperlo, y no sé si fue el estraperlo lo que le dio ese dinero a mi padre, o la construcción, o la agricultura, o si era ese dinero del que se hablaba tanto entonces, cuando no había, un dinero fantasmal, que nunca existió.
Cuando faltó el dinero yo no encontré que hubiera una tragedia familiar exactamente; la tragedia era yo, un niño asmático que impedía que los otros —los padres, los otros hermanos— durmieran o hicieran una vida normal, de muchachos que no tienen otra preocupación que las que conlleva la tarea de crecer.
Pero un día debió serles insoportable la escasez. "



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