Dos años al pie del mástil (fragmento)Richard Henry Dana
Dos años al pie del mástil (fragmento)

"A la mañana siguiente de desembarcar, empecé mi trabajo con las pieles. Para que se comprenda en qué consistía referiré la historia completa de una piel desde que desuellan al animal hasta que la suben a bordo de un barco para transportarla a Boston. Una vez que se quita a la res se le hacen agujeros alrededor, cerca del borde, de los que se amarra en estacas y se pone a secar. De esta manera se evita que las pieles encojan. Secadas así al sol, las cargan los barcos y las llevan al almacén. Se desembarcan, y se colocan en grandes pilas junto al almacén. Entonces empieza el trabajo de curarlas. Lo primero es ponerlas a remojo. Para esto se bajan cuando la marea se ha retirado, se atan en pequeñas pilas, y se deja que suba la marea y las cubra. Cada día pone a remojo cada hombre veinticinco, lo que en nuestro caso suponía ciento cincuenta pieles. Se tienen así cuarenta y cinco horas; después se sacan, se suben en carretilla y se meten en tinas. Estas tinas contienen una salmuera muy fuerte, hecha con agua de mar y grandes cantidades de sal. Esta salmuera sala las pieles, que permanecen en la tina cuarenta y ocho horas; el sumergirlas en el agua primero se hace meramente para ablandarlas y lavarlas. Se sacan de estas tinas y se dejan veinticuatro horas sobre una plataforma, luego se extienden en el suelo y se estiran con estacas para que puedan secar lisas. Después de estiradas, y mientras están blandas aún, les pasábamos el cuchillo para quitarles las adherencias —piltrafas de carne o de grasa, que podían pudrirlas e infectar a todas estando estibadas en el barco durante meses—, garras, orejas, y todo lo que podía impedir una estiba apretada. Ésta era la parte más difícil de nuestra tarea, ya que hace falta bastante habilidad para cortar lo necesario sin estropear la piel. También era un proceso largo, porque entre seis teníamos que limpiar ciento cincuenta, la mayoría de las cuales requerían mucho trabajo, porque los españoles son muy poco cuidadosos al desollar la res. Además, para limpiarlas estiradas teníamos que trabajar arrodillados delante de ellas, lo que a los principiantes les produce dolor de espalda. El primer día estuve tan lento y torpe que limpié sólo ocho; al cabo de unos días doblé ese número, y dos o tres semanas después me había puesto a la altura de los demás y limpiaba mi cupo: veinticinco.
Esta limpieza hay que terminarla antes del mediodía, porque a esa hora están ya demasiado secas. Después de darles el sol unas horas, hay que repasarlas cuidadosamente con el raspador para eliminar la grasa que el sol ha hecho aflorar, se quitan las estacas, se doblan las pieles con cuidado, con el pelo hacia fuera, y se ponen a secar. Hacia mitad de la tarde se les da la vuelta, y a la puesta del sol se apilan y se cubren. Al día siguiente se extienden y se abren otra vez, y por la noche, si están completamente secas, se echan sobre un palo largo, horizontal, de cinco en cinco, y se golpean con mayales. Con esto se les quita todo el polvo. A continuación, una vez saladas, raspadas, limpiadas, secadas y golpeadas, se guardan en el almacén. Aquí acaba su historia; salvo que se vuelven a sacar cuando el barco se dispone a regresar a casa, se sacuden, se estiban a bordo, se transportan a Boston, se curten, se convierten en calzado y otros artículos en los que se utiliza la piel, y muy probablemente, muchas de ellas vuelven finalmente a California en forma de botas, utilizadas para cuidar de otros bueyes, o para curar otras pieles.
Poniendo a remojo ciento cincuenta al día teníamos el mismo número en cada fase del curado diario; de manera que cada día teníamos que hacer el mismo trabajo con el mismo número: ciento cincuenta que poner a remojo, ciento cincuenta que lavar y meter en la tina, el mismo número que sacar de la tina y poner a escurrir en la plataforma; el mismo número que tensar en estacas y limpiar, y el mismo número que sacudir y guardar en el almacén. Debo exceptuar los domingos; porque, en virtud de una norma que ningún capitán ni agente se ha atrevido a saltarse hasta ahora, el domingo es día de descanso en tierra desde hace años. El sábado por la noche se cubren cuidadosamente las pieles de cada fase del proceso, y no se descubren hasta el lunes por la mañana. Los domingos no teníamos absolutamente nada que hacer, aparte de sacrificar un buey que nos enviaban para nuestra manutención, y que a veces nos llegaba el domingo. Otra buena disposición era que no teníamos más trabajo que éste; así que, en cuanto terminábamos, el tiempo era nuestro. Conscientes de esto, nos afanábamos sin que nadie nos apremiara. Nos levantábamos de madrugada en cuanto empezaba a clarear y, entreteniéndonos muy poco en desayunar, hacia las ocho nos poníamos a trabajar sin parar hasta la una o las dos, en que comíamos; a partir de esa hora el tiempo era para nosotros, hasta poco antes de la puesta del sol; entonces sacudíamos las pieles secas, las metíamos en el almacén y cubríamos las demás. Con este horario teníamos unas tres horas libres todas las tardes; y a la puesta del sol cenábamos y dábamos por concluida la jornada. No había guardias que hacer ni gavias que arrizar. Las veladas las pasábamos por lo general los unos en el almacén de los otros. Yo iba a menudo a pasar una hora o dos en el horno, que llamábamos «hotel Kanaka» y «café Oahu». Inmediatamente después de comer solíamos echarnos una breve siesta para compensar los madrugones; el resto de la tarde lo pasaba cada cual de acuerdo con sus gustos. Yo, por regla general, me dedicaba a leer, escribir y remendarme la ropa; porque la necesidad, que es la madre de los inventos, me enseñó estas dos últimas artes. Los kanakas subían al horno, donde pasaban las horas durmiendo, charlando y fumando; mi camarada Nicholas, que no sabía leer ni escribir, mataba el tiempo con largas siestas, dos o tres pipas y un paseo a los demás almacenes. Este ocio no se ha reprimido nunca porque los capitanes saben que los hombres se lo ganan trabajando con tesón, y que si tratan de sustraérselo pueden hacer fácilmente que las veinticinco pieles por barba les duren el día entero. Éramos bastante independientes, también, porque el jefe de almacén —el capitán de la casa— no tenía orden alguna que darnos, salvo cuando trabajábamos con las pieles; y aunque no nos estaba permitido subir al pueblo sin su permiso, nunca nos lo denegaba. "



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