Pequeños paraísos (fragmento)Mario Satz
Pequeños paraísos (fragmento)

"Los jardines zen de arena o gravilla, a diferencia de los grandes espacios arbolados, no se recorren sino que se contemplan desde una tarima de madera o un ángulo especialmente escogido para ello. Sobre los jardines secos o karesansui escribió el poeta griego Nikos Kazantzakis uno de sus más bellos, admirados y admirables libros de viaje, quizá porque en su paisaje natal la piedra, demasiado abundante, nunca había sido observada tel quel y su curiosidad fue pura admiración, no exenta de una profunda comprensión de lo que el budismo representa en Asia. El autor de Zorba el griego comprendió bien pronto que para el alma japonesa impregnada de dharma y, tal vez antes, también de taoísmo lo que de verdad cuenta es el silencio interior, la unidad de cada parte del terreno con el todo del paisaje que lo incluye. Los chinos, que llamaron tai yi al musgo, lo vieron como una extensión homofónica de dai (el inocente, el simple, el bobo), personaje que cuenta —tanto en China como en Japón—, y la figura del santo de la risa Hotei es un modelo de ello, con un gran
prestigio espiritual. Herederos de un mismo parecer, los japoneses instalan en sus jardines un rincón musgoso que encarna la humildad, el calmo carácter de lo que no necesita mucho para crecer. También existe en Japón un tipo de jardín que lleva el singular nombre de «jardín paradisiaco». Aparece al final del período Heian (794-1185) y su característica más notable es el toque nostálgico
de sus rododendros, las zonas en penumbra, junto al agua que llora delicadamente sobre las piedras todo el año. Eran, sabemos, lugares de refugio, no demasiado grandes, tampoco abundantes, en los que los personajes de la corte hallaban amparo en los momentos de turbulencia social, entorno en el que también encontraron solaz, en idénticas circunstancias aunque en distinta geografía, algunos emperadores romanos o nobles ingleses de la época isabelina.
Existen dos ejemplos famosos de estos jodokyo o jardines crepusculares y paradisiacos: el célebre Pabellón de Oro, Kinkakuji, popularizado por Mishima en una de sus novelas, y el Pabellón de Plata o Ginkakuji. Ambos están en Kioto y son el paradigma perfecto de lo que el japonés clásico ha buscado, con paciencia y devoción, a través de su sobrio jardín.
La pintura japonesa, que con tanta intimidad esboza sus figuras, de factura plana como la china hasta bien entrado el siglo XVIII, no parece haber considerado —como la inglesa y más tarde la impresionista francesa— los jardines en su rotar estacionario. En cambio sí detectamos la percepción de su ritmo foliar y de sus musicales sonidos en la literatura, en la poesía o en la prosa
galante. Al igual que el occidental Roman de la Rose, con su topos vegetal para el amor, o de manera semejante a como, en los jardines hindúes, los amantes se reúnen junto a los columpios y las fuentes para intercambiar caricias y cópulas, los maestros japoneses visitan sus jardines para componer haikus o para afinar sus instrumentos de música con los que celebrar su veneración por la naturaleza.
Sirviéndoles de sombrilla, en tales espacios verdes se abren las camelias rosadas o rojas casi inodoras, y, en primavera, deslumbran los cerezos y otros prunus que manos sabias han redondeado, aclarado u oscurecido tras años de cruces e injertos. Así como la camelia alude a lo femenino, los cerezos en flor son símbolo de los niños, de la vida plural que cada año se renueva en promesas de luz, los pinos—bellos y rectos—constituyen un modelo a seguir por los estudiantes zen. Ligeramente fragantes en la casi imperceptible oscilación de sus ramas. El erudito Daisetsu T. Suzuki, en su obra sobre la influencia del zen en la cultura japonesa, cuenta que el amor de sus congéneres por la naturaleza debe mucho a la presencia del monte Fuji, situado en el centro de la principal isla del Japón. No hay poeta, antiguo o moderno, que no lo haya cantado, nevado o florido, ni hay artista (son famosas las estampas que le dedicó Hokusai) que no pintara, al menos una vez en su vida, sus suaves laderas. Si se piensa en los conos de arena de los jardines monásticos se entenderá mejor este juicio de Suzuki: todos parecen el monte Fuji en miniatura. "



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