El caserío en la estepa (fragmento)Valentin Petrovich Kataev
El caserío en la estepa (fragmento)

"Durante su estancia en Suiza, Petia y Pávlik se habían hecho experimentados viajeros. Habían aprendido a determinar infaliblemente la velocidad del tren por los postes de telégrafo. Si de un poste a otro se podía contar, sin apresurarse, hasta seis, el tren llevaba una velocidad aproximada de treinta kilómetros por hora. En Suiza, los trenes eran bastante rápidos. Entre poste y poste sólo se podía contar hasta cinco. Y en algunos, sólo hasta cuatro e incluso tres. Al verse en el Personenzug austríaco y contar los postes, los chicos se convencieron de que el tren aquel rodaba a paso de tortuga: entre poste y poste llegaron a contar hasta diez. Los postes no pasaban fugaces ante la ventanilla: cada uno de ellos desfilaba perezosamente, tirando apático de sus finos cables, en los que se veía alguna solitaria golondrina, y el poste siguiente tardaba una eternidad en aparecer, dando la impresión de que no iba a llegar nunca. El tren aquel paraba largo rato en todas las estaciones y apeaderos. No había literas disponibles. Día y noche viajaban nuestros amigos sentados en los incómodos asientos de aquel vagón de tercera abarrotado de pasajeros.
No eran los pasajeros bien vestidos, corteses y bondadosos de los trenes suizos, no eran turistas ni granjeros. Eran austríacos poco pudientes: artesanos ambulantes, que viajaban con sus cajas de herramientas, reservistas, soldados, vendedoras, viejos judíos con levitones de lustrina, medias blancas y unas greñas patriarcales, tan largas y retorcidas, que parecían pegadas adrede.
Iban en el vagón muchos eslavos: checos, polacos, serbios, algunos con trajes nacionales. Fumaban apestosos cigarros y pipas de porcelana con largas y retorcidas boquillas y unas bolitas verdes. Todos comían salchichón austríaco, con ajo y pimentón, y por ello en el vagón flotaba un pesado y desagradable olor.
La gente hablaba en una mezcla de todos los idiomas y dialectos eslavos habidos y por haber; apenas si se oía el alemán.
La mayoría de los pasajeros no iban lejos. En todas las estaciones salía y entraba gente. En una de ellas, montó un viejo organillero, que vestía una chaqueta verde de cazador con botones de cuerno de ciervo sin pulir, parecido al emperador Francisco José. El hombre tomó asiento en un rincón y se puso a hacer girar el manubrio. Tocó sin descansar unos diez valses y marchas vieneses, se quitó después su raído sombrerillo tirolés, descubriendo su monda cabeza, y se inclinó ante los viajeros con aires de rey. Sin embargo, nadie le dio nada, de no contar a una mujer llorosa, que sacó de su bolso unos cuantos hellers de cobre, los envolvió en un papel y los depositó en el sombrero del anciano. Este se echó trabajosamente a cuestas su organillo, adornado con azabache de vidrio, y se apeó en la estación siguiente.
El tren continuó su viaje, pero en los oídos de Petia seguían sonando los emotivos acordes del viejo
organillo, que armonizaban con el humor del chico, con la triste pobreza de la gente que lo rodeaba, con
el crepúsculo vespertino y el ruido a latas de una linterna en la cual el mozo de vagón había encendido un cabo de vela que vertía una luz purpúrea sobre la pared de madera del coche, en la que se veía, con su
precinto, la roja manecilla de un freno automático Westinghouse. "



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