Imágenes de Praga (fragmento)John Banville
Imágenes de Praga (fragmento)

"En la calle la nieve se había vuelto aguanieve, caía sesgada lentamente bajo la luz de las farolas y desaparecía en la superficie oscura del río. Aunque la noche había caído era todavía temprano, y Phil tenía el aspecto ominoso de un instructor de realidad preparándose para su tarea. Entonces Jan le preguntó si había hablado con Kate?ina desde que había llegado a Praga. Se encogió de hombros. Ahora le tocaba a Jan el turno de sonreír y negar con la cabeza. Rebuscó en los bolsillos de sus téjanos, sacó una moneda y fue hasta el teléfono que estaba junto a la cafetera jadeante. ¿Quién es Kate?ina?, pregunté. Philip volvió a encogerse de hombros. «Una chica», dijo. Parecía enfadado; apenas había comenzado a explotar su provisión de conocimientos secretos, los grandes arcanos del mundo. Después de una breve y lo que pareció furtiva conversación telefónica Jan regresó a la mesa. Kate?ina estaba en casa, y celebraba una fiesta, y estábamos invitados. Una chica. Pagamos y salimos.
Los praguenses son los habitantes de ciudad más circunspectos. Los pasajeros de los tranvías y del metro quitan con cuidado las sobrecubiertas de los libros, por muy inocuas que sean, que han llevado para leer en el trayecto; algunos hasta los forran con papel de estraza para ocultar los títulos de los libros de bolsillo. Es comprensible, desde luego, en una ciudad durante tanto tiempo llena de confidentes, y las viejas costumbres no se pierden con facilidad. Del mismo modo, nuestro breve trayecto hasta el apartamento de Kate?ina tuvo el aire de secuencia de títulos de crédito de una película de espionaje de la década de 1960. Primero Jan hablando por teléfono en el café con la mano ahuecada sobre el auricular y levantando un hombro protector en dirección a la sala, como si pensara que podía haber en el local alguien capaz de leer los labios, luego salimos a la calle, tres figuras encorvadas en una avenida desierta, clichés andantes, haciendo frente el viento y la oscuridad y las ráfagas de aguanieve, espías que salían al frío para acudir a una cita con la mujer llamada Kate?ina. Cuando llevábamos diez minutos esperando entumecidos en una parada de una esquina un vetusto taxi llegó resollando y, ansiosos como esquimales, nos metimos en su asiento trasero que olía a cuero y humo de cigarrillo, apiñándonos para darnos calor.
Los taxis son otro de los misterios de Praga. Parecen congregarse y nadar formando cardúmenes protectores, como una especie de criaturas marinas grandes, feas y hurañas. Hasta 1989 eran gestionados por la Empresa de Transportes de Praga, lo que significaba que eran fiables hasta cierto punto, pero ahora todos son de propiedad privada, con los resultados que eran de esperar. Es imposible parar un taxi, cuando se es extranjero, o al menos yo nunca he conseguido hacerlo. Debe de haber un conjunto de señales cifradas que sólo conocen los nativos de Praga. En muchas ocasiones he estado en la acera haciendo señas lánguidamente mientras un taxi tras otro pasaban raudos, todos ellos vacíos, y entonces un tipo con chaqueta de cuero y el bigote caído reglamentario ha pasado ágilmente por delante de mí y, cual experto postor en una subasta, ha levantado un dedo, o ha enarcado una ceja, y en ese momento un taxi al que yo ni siquiera había visto acercarse ha atravesado tres carriles de tráfico atronador y se ha detenido echando humo junto al bordillo con la puerta trasera ya abriéndose. En nuestros días se desaconseja de forma categórica el uso de taxis. En mi última visita a la ciudad lo primero que vi al entrar en la habitación del hotel fue un aviso del gerente que me aseguraba —«¡Estimado y honrado huésped!»— que si paraba un taxi en la calle era casi seguro que me cobrase una tarifa desorbitada, y añadía el consejo de que éste podía ser el menor de los males que me sobrevendrían; en cambio, debía pedir a recepción que llamara a un coche de su servicio privado. Di por supuesto que se trataba de un ejemplo de exageración estratégica por parte del hotel, pero cuando lo consulté con un diplomático de la embajada irlandesa me contó que unas noches antes había tomado un taxi desde la estación de ferrocarril hasta su domicilio y aunque el taxímetro marcaba 600 coronas el conductor insistió en cobrarle 6.000. ¿Pagaste?, le pregunté. «Pues sí, pagué», dijo en tono grave, espirando pesadamente por la nariz. Me pareció que lo mejor era dejar el tema. "



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