Monopoly (fragmento), de Desorden MoralMargaret Atwood
Monopoly (fragmento), de Desorden Moral

"Las propias muchachitas, al igual que las esposas con planes de fuga, hacían gala de su mentalidad abierta en su forma de vestir. Llevaban monos de trabajo y gafas grandes y redondas, o bien faldas de campesinas largas hasta los tobillos y sandalias de suela gruesa; melenas lacias de libro ilustrado, o grandes coliflores étnicas rizadas, o el cabello cortísimo; se pintaban los párpados de negro y los labios de rosa pálido, o bien no utilizaban ninguna clase de maquillaje. «El amor es el amor», decían con un tonillo risueño pero doctrinario que Nell encontraba presuntuoso. «El amor es el amor». Sonaba muy sencillo, pero en la práctica ¿qué significaba?
A Nell le gustaba conocer las reglas, fuera cual fuere el juego: era una fanática de las reglas. Cuando era niña, separaba la comida de su plato en montones: aquí la carne, ahí el puré de patatas, los guisantes alineados en un área especial reservada a tal efecto, siguiendo una planificación exclusivamente suya. No se podía comer de un montón hasta haber agotado el que se había empezado antes: ésa era la regla. Ni siquiera hacía trampas en los solitarios, a los que había dedicado mucho tiempo a lo largo de los años.
En lo relativo a las interacciones sociales, sólo había aprendido las viejas reglas, las únicas válidas hasta el instante de la explosión —al parecer había sido una explosión instantánea—, cuando todos los juegos cambiaron de pronto, las anteriores estructuras se derrumbaron y todo el mundo empezó a declarar que la misma noción de regla era obsoleta. Según las reglas anteriores, no se debía robar el marido a otras mujeres, sólo por poner un ejemplo. Pero ahora al parecer el concepto «robar maridos» ya no existía; sólo existían diferentes personas que atendían a sus propios asuntos y llevaban adelante opciones de vida alternativas.
Nell había vivido aquella convulsión sintiéndose asustada, desorientada y perdida. Pero confesar algo así le habría atraído el desprecio general. Sentía que sería la única en reaccionar de esa manera, de modo que no abría la boca y se marchaba temprano de las veladas literarias para no tener que forcejear con tipos barbudos en los pasillos ni soportar a individuos borrachos de ambos sexos, en jardines iluminados con farolillos japoneses, que le echaban en cara, con voz pastosa pero irritada, que se pusiera tan tensa y a la defensiva.
Sus asuntos —otra palabra obsoleta—, sus «relaciones» hasta entonces habían tenido al menos un argumento, planteamiento, nudo y desenlace, todo ello marcado por escenas de distintos tipos: en bares, en restaurantes, en cafeterías, e incluso —casos extremos— en aceras. A pesar del inevitable dolor y las lágrimas vertidas —casi siempre por ella misma—, en aquellas escenas había habido algo, si no divertido, satisfactorio: con frecuencia a Nell le parecía oír un rumor de aplausos al finalizar, como si sus sentimientos fuesen personajes que actuaran conforme a un guion escrito.
Entonces había entradas y salidas, no sólo el vagabundeo dentro y fuera de las habitaciones, los murmullos, cabeceos y encogimientos de hombros que habían sustituido a la vida social. Las emociones que se expresaban con palabras reconocibles —celos, desesperación, amor, traición, odio, culpa— habían quedado bajo sospecha, convertidas en una colección de antigüedades. Entre los jóvenes, y quienes los imitaban, contar con un vocabulario de cierta amplitud había pasado a representar una desventaja.
Oona y Tig eran mayores que Nell. No habían arrumbado del todo las viejas reglas, todavía las utilizaban en la conversación. Poco después del episodio de la mujer de Bath, Oona invitó a Nell a cenar; se trataba de una de esas barbacoas festivas que al parecer habían dado fama a la pareja. Nell acudió de buena fe, esperando que hubiera sillas en torno a una mesa adecuada, en vez de los boles de arroz integral y el aterriza-donde-puedas que estaban de moda en reuniones más variopintas o bohemias. Había visto la mesa, la había utilizado incluso, cuando trabajaba con Oona en su manuscrito. Hasta en el peor de los casos habría sitio donde sentarse; y en el mejor no habría gente en el suelo con las piernas cruzadas, monologando sobre sus viajes con el ácido. Había otra pareja en la cena, un profesor de historia y su mujer, milagrosamente juntos todavía. "



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