Tragedia del hombre que amaba en los aeropuertos (fragmento)Santiago Gamboa
Tragedia del hombre que amaba en los aeropuertos (fragmento)

"Volví a mi casa confundido, fatigado y vagamente enamorado. Enamorado de Cindy, se entiende, pues todo había pasado muy rápido y la verdad siempre había so­ñado con una mujer a la que le gustara Bajo el volcán. Tenía además lindos ojos, ojos de irlandesa, pero de inmediato extraje la foto de May Lim y el corazón me dijo no, no compadre, el orden jerárquico no es ése y May Lim va primero, si no mírate ahí donde tú sabes, y él miró y en efecto vio que tenía levantado el pantalón, y trató de rebelarse diciendo pero, ca­rajo, quién es el que manda aquí, pero el pantalón siguió inflándose y entonces cedió diciendo bueno, OK, ya entendí, maricón el que vuelva a preguntar. Entonces recordé una frase que alguien me dijo un día: «El que haya estado en la cama con una oriental no volverá a disfrutar de este lado del mundo». Tal vez tenía razón.
Ante el caudal de experiencias, supuse que era hora de sentarse a reflexionar. ¿Hacia dónde iba con May Lim? Apenas la conocía. Había pasado dos noches con ella y la verdad hablar, lo que se dice hablar, pues habíamos hablado poco. Pero otra voz en la mente dijo: ¿Dónde está escrito que los amores se fabrican hablando? Eso también era cierto. Digamos que hablar ayuda a llegar al mismo lugar. Yo mismo había defendido que la unión máxima entre dos personas llega cuando son capaces de pasar una tarde sin dirigirse la palabra. La pura compañía en silencio. Ahora bien, Cindy era el caso contrario: no tenía ningún motivo físico para recordarla, pues no me había acostado con ella. La recordaba ennoblecida por una charla hermosa, pero sin el redoble de los sentidos. Y finalmente estaba Louise, que era la fiesta del órgano. Una coral de Bach. Con ella sí no había confusión posible. Lo que me inquietaba, para qué negarlo, era la confianza tan grande entre Louise y May Lim en lo referente a mí. La liberalidad con la que May Lim me había empujado a sus carnes, a las de Louise, me hacía dudar de sus sentimientos. Eso no lo haría jamás una mujer enamorada. Todo era muy extraño.
Por la tarde seguí reflexionando, y luego por la noche. La verdad, me moría de ganas de ver a Cindy, pero no tenía adónde llamarla. Pasaron otros dos días y empecé a prepararme para la cita en El Cairo con May Lim, aunque repleto de dudas. ¿Debía ir a ese hotel como un amante ciego y dócil, a recibir de su mano el pienso de la felicidad, sin hacerle preguntas engorrosas? ¿No sería más conveniente pedirle una cita aquí en París, en mi casa, invitarla a cenar y saber mejor hacia dónde se dirigía con respecto a mí? Me decidí por lo segundo, confiado en el proverbio que dice que una determinación tomada a tiempo es mejor que un rapto de locura. En fin, locuras ya había hecho muchas. Locuras y caprichos, y la verdad es que en la agencia varios colegas empezaban a mirar con desaprobación mi diligencia, mi extrema disponibilidad y mis repentinos cambios de planes. Entre todos habíamos pactado con la dirección un código de respeto por nuestras vidas privadas, gracias al cual habíamos logrado no ser desplazados como fichas sobre un tablero, sin avisos previos. Pero mi comportamiento inestable de los últimos días iba en sentido contrario, pues no sólo salía para todas partes sin exigir los preavisos, sino que además me presentaba de voluntario, rompiendo todas las normas tácitas que tanto nos había costado lograr.
Por todo esto cancelé mi viaje a El Cairo y permanecí en París, haciendo las fotos de una visita privada de Margaret Thatcher, con motivo de la salida en Francia de un libro suyo de memorias. No pude avisarle a May Lim, pues no tenía adónde llamarla, así que me limité a esperar que ella se comunicara para darle una explicación y proponerle una cita en mi casa. "



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