Estar enfermo (fragmento)Virginia Woolf
Estar enfermo (fragmento)

"Hay, confesémoslo (y la enfermedad es el gran confesionario), una franqueza infantil en la enfermedad; se dicen las cosas, se sueltan las verdades que la cautelosa respetabilidad de la salud oculta. Acerca de la compasión, por ejemplo: podemos prescindir de ella. Esa ilusión de un mundo tan uniforme que se hace eco de cada sollozo, de seres humanos tan unidos por necesidades y miedos comunes que cuando tiras de una muñeca se tuerce la otra, en el que por extraña que sea tu experiencia otros también la tienen, en el que por muy lejos que hayas viajado en tu pensamiento alguien ha estado allí antes que tú: es todo una ilusión. Ni siquiera conocemos nuestra alma, ni mucho menos las de los demás. Los seres humanos no vamos de la mano hasta el final del camino. En cada uno hay una selva virgen; una llanura nevada donde incluso la huella de las aves es desconocida. Por aquí vamos solos, y así lo preferimos. Tener siempre compasión, estar siempre acompañado, que siempre nos comprendieran sería insoportable. Pero en la salud debe mantenerse esa amable ficción y renovarse el esfuerzo: de comunicarse, de civilizar, de compartir, de cultivar el desierto, de educar a los nativos, de trabajar juntos día y noche por placer. En la enfermedad esa mentira cesa. En cuanto necesitamos guardar cama, o si, hundidos profundamente entre almohadones en un sillón, levantamos los pies tan solo a unos centímetros del suelo para apoyarlos en otro, dejamos de ser soldados del ejército de los erguidos; nos convertimos en desertores. Ellos marchan hacia la batalla. Nosotros flotamos con las ramas en la corriente; mezclados con las hojas muertas del prado, irresponsables y desinteresados y capaces, quizá por primera vez en años, de mirar a nuestro alrededor, de mirar hacia arriba: de mirar, por ejemplo, al cielo.
La primera impresión de ese extraordinario espectáculo es extraña y abrumadora. Normalmente es imposible mirar al cielo mucho tiempo. A los transeúntes les molestaría y desconcertaría alguien que mire al cielo en público. Los pedazos que sacamos de él están mutilados por chimeneas e iglesias, sirven de fondo para el hombre, anuncian lluvia o buen tiempo, salpican de oro las ventanas y, entre las ramas, completan el patético deterioro de los sicomoros en las plazas otoñales. Ahora recostados, mirando hacia arriba, descubrimos que el cielo es algo tan distinto de eso, que en realidad resulta un poco aterrador. ¡Así que esto ha pasado siempre sin que lo supiéramos! –esta incesante creación y destrucción de formas, este apelotonarse de las nubes que arrastran largas series de barcos y vagones de norte a sur, este incesante alzar y bajar de telones de luz y sombra, este experimento interminable de rayos dorados y de sombras azules, de velar y desvelar el sol, de construir murallas de roca y de desvanecerlas–, esta actividad incesante con sabe Dios cuántos millones de caballos de vapor desperdiciados se ha dejado que funcione a su antojo años y años. Parece que tal dato merece un comentario, es más, una condena. ¿No debería alguien escribir a The Times? Mejor uso se puede hacer de ello. No se debe dejar que este cine gigantesco esté en sesión perpetua con la sala vacía. Pero mira un poco más, y otra emoción anega los arrebatos de ardor cívico. Lo divinamente hermoso es también divinamente cruel. Se utilizan recursos inconmensurables para un propósito que nada tiene que ver con el placer ni el provecho de los hombres. Si estuviéramos todos echados boca abajo, sin movernos, el cielo seguiría experimentando con sus azules y sus dorados. Quizá entonces, si miráramos algo muy pequeño, próximo y conocido, tendríamos compasión. Examinemos la rosa. La hemos visto tan a menudo florecer en jarrones, tan a menudo se ha relacionado con el ideal de belleza, que hemos olvidado cómo está inmóvil y firme toda una tarde en la tierra. Se mantiene en su porte de perfecta dignidad y contención. La humedad de sus pétalos es de una exactitud inimitable. Ahora puede que uno caiga deliberadamente; ahora todas las flores, la de color morado voluptuoso, la de color crema, en cuya carne de cera la cuchara ha dejado un remolino de jugo de cereza; los gladiolos; las dalias; los lirios, sacerdotales, eclesiásticos; flores con rebuscados cuellos de cartón teñidos de color albaricoque y ámbar; todas inclinan dócilmente su cabeza a la brisa, todas excepto el corpulento girasol, que, orgulloso, saluda al sol al mediodía y tal vez desprecie a la luna a medianoche. "



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