Sombras verdes, ballena blanca (fragmento)Ray Bradbury
Sombras verdes, ballena blanca (fragmento)

"Era domingo al mediodía y la neblina cubría las ventanas del hotel cuando no lo hacía la bruma o la lluvia o la bruma otra vez. El café después del almuerzo se prolongaba hasta unirse con el té ante la promesa del refrigerio más tarde y luego la promesa de que se abriera la taberna de abajo del hotel o llegara el Segundo Advenimiento. El único sonido era el de las tazas de porcelana al chocar contra los dientes de porcelana, y el murmullo de la seda o el crujido de los zapatos, hasta que por fin, con un leve ruidito se abrió la puerta de vaivén de la pequeña biblioteca-escritorio y apareció un anciano, sosteniéndose en el aire por miedo a caerse. Arrastrando los pies, se detuvo, miró a todos los presentes, con parsimonia, y luego dijo con calma voz de espanto:
—¿Pasando el domingo de alguna manera?
Luego se volvió, avanzó arrastrando los pies, y la puerta se cerró detrás de él con un crujido suave.
Domingo en Dublín.
Tan sólo estas palabras son la tristeza misma. Domingo en Dublín.
Uno deja caer estas palabras que nunca llegan hasta el fondo. Se precipitan por el vacío hasta las cinco de una tarde gris.
Domingo en Dublín. Cómo pasarlo, de alguna manera.
Suenan las fúnebres campanas. Uno se cubre con las frazadas hasta las orejas. Oye el siseo de la negra corona y su rumor al ser colgada de la puerta silenciosa. Escucha las calles vacías debajo de la ventana del cuarto del hotel, que esperan devorarlo si se aventura a salir antes del mediodía. Siente la bruma que desliza su húmeda lengua de franela bajo el alféizar de la ventana, que lame los techos del hotel, que deja caer su gran carga de esplín.
Domingo, pensé. Dublín. Las tabernas herméticamente cerradas hasta el atardecer. Las entradas de cine vendidas desde hace dos o tres semanas. Nada que hacer, excepto, quizá, contemplar los leones en el zoológico del parque Phoenix, los buitres que parecen haberse caído, cubiertos de engrudo, en los tarros de basura. Caminar junto al río Liffey, contemplando las aguas color niebla. Pasear por los callejones, mirar los cielos color río.
No, pensé con desesperación, volver a la cama, despertarse a la hora del crepúsculo, tomar un refrigerio, volverse a meter en la cama, y buenas noches a todos.
Pero al mediodía salí trastabillando, como un verdadero héroe, y aterrorizado, por el rabillo del ojo consideré el día allá fuera. Allí se extendía, desierto corredor de horas, coloreado como la parte superior de mi lengua en una mañana lóbrega. Hasta Dios estaría aburrido de días como éstos en las tierras norteñas. No pude dejar de pensar en Sicilia, donde el domingo es una fiesta de gala, con un desfile celebratorio, con fuegos artificiales, con una primavera que se llena de gallinas y de personas que se pavonean y llenan las tibias callejas, moviendo sus peines, sus manos, sus pies, desviando sus ojos cargados de sol, mientras la música brinca, regalada, o cae desde cada ventana que jamás se cierra.
Pero Dublín, ¡Dublín! ¡Ay, ciudad muerta! Así pensé, mirando desde la ventana del vestíbulo del hotel y contemplando el cadáver lluvioso cubierto de hollín. ¡Déjame darte dos monedas para tus ojos!
Entonces abrí la puerta y salí a ese domingo criminal que me aguardaba sólo a mí.
Cerré otra puerta en Las Cuatro Provincias. Me quedé de pie en medio del profundo silencio de esa taberna de domingo. Caminé sin hacer ruido y con un susurro pedí la mejor bebida y permanecí un largo rato socorriéndome el alma. Cerca, un anciano estaba igualmente ocupado en encontrar el diseño y paradigma de su vida en lo hondo de su copa. Habrían pasado diez minutos cuando, muy lentamente, el anciano levantó la cabeza para mirar más allá de las manchas de las moscas en el espejo, más allá de mi persona, más allá de sí mismo. "



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