La casa intacta (fragmento)Willem Frederik Hermans
La casa intacta (fragmento)

"Respiré tan hondo que noté el aire en las ingles. Entonces me agaché, dejé el fusil y el destornillador debajo de la cama y saqué la bayoneta. Unas largas franjas de luz iluminaban la zona del suelo que debía cruzar para llegar hasta el cuarto de baño. No sabía cómo sujetar la bayoneta: apuntando hacia delante, agarrándola con el puño o escondiéndola detrás de la espalda. No obstante, el sol se retiró, devolviendo a la alfombra sus colores originales, y yo entré en el baño. Ella estaba en el rincón más alejado, junto a la ventana con vistas al plátano desmochado del jardín delantero. Vi la punta roja de un lápiz de labios sobresaliendo de un tubo dorado que ella tenía en la mano. La metió dentro con la uña del pulgar y guardó el lápiz en el bolso, sin mirarlo ni cerrarlo. Tenía los ojos fijos en mí y los labios entreabiertos como la boca de cartón piedra de una máscara.
[...]

Rodeé la bañera, con la bayoneta detrás de la espalda. Me alcanzó una bocanada de perfume, como si su piel estuviera ardiendo y todo se evaporara a la vez. Arrojé la bayoneta a un lado, rodeé el cuello de la mujer con ambas manos y apreté. La aparté de mí, hacia el rincón, sin mirarla. Ella no oponía resistencia. Yo ni siquiera respiraba, deseaba convertirme en piedra para que ella no pudiera liberarse nunca más. Eso pensaba mientras mantenía la mirada fija en lo que sucedía fuera, sin moverme. En la carretera circulaba uno de esos camiones alemanes provistos de orugas de hierro traqueteantes que, en realidad, habían sido diseñados para el desierto. Cuanto más apretaba, más sensibilidad tenía en los dedos. El cartílago de su laringe dejaría una radiografía en mis manos. Su piel se me metía entre las uñas. El camión oruga alemán desapareció detrás del marco de la ventana. Un gorrión se posó en el alféizar, meneó la cola y salió volando después de evacuar un florín de yeso. Pero la mujer todavía no estaba muerta. Intentaba darme patadas. La empujé hacia abajo y le golpeé la nuca contra el borde de la bañera hasta que oí que algo crujía. Ahora ya no se movía.
Entonces miré a la mujer y la dejé caer al suelo. Tenía los ojos entornados y su pálida lengua asomaba entre los labios. No puedo dejarla así, con este aspecto, pensé. La metí en la bañera, abrí el grifo de agua fría y le humedecí la cara. Sin embargo, no conseguí cerrarle la boca. Unas grandes manchas aparecieron en su abrigo. Su pelo rubio oxigenado se mojó y se le quedó pegado a la cabeza, parecía que hubiese perdido ya un montón. La tendí sobre las baldosas de mármol y regresé al dormitorio para mirar por la ventana.
El sol volvía a brillar en el jardín trasero. Los gatos no se habían movido. El hombre yacía boca abajo en las azaleas. En realidad, sólo se le veían los pies. Pensé: los alemanes casi nunca se pasean por allí. No lo verán. De momento tendrá que quedarse donde está. Si lo escondo ahora y ellos llegan y me ven, sabrán que tengo algo que ver con su muerte. En cambio, si lo encuentran así, sin que yo esté cerca, no sospecharán de mí. Pero no lo encontrarán, nunca van al jardín trasero. Esta noche estarán cansados.
Un bombardero cuatrimotor sobrevoló la casa a baja altura. La sombra de su ala rozó los pies del hombre como si quisiera izarlo.
Me alejé de la ventana y me detuve en el umbral del cuarto de baño. Lo que tenía más cerca era la bayoneta. Un poco más allá, estaba el bolso de la mujer y, detrás, se la podía entrever a ella. Me acerqué, la agarré por debajo de los brazos, la arrastré hasta el dormitorio y la dejé tendida en el lado izquierdo de las camas gemelas.
Después recogí la bayoneta del suelo, fui a buscar el bolso de la mujer y lo cerré. En el cuarto de baño de mármol ya no quedaba ni rastro de lo que había sucedido. Coloqué la bayoneta junto al fusil y dejé el bolso en un sillón, como si ella hubiese estado sentada allí y se hubiera levantado. No miré lo que había en su interior. Dejé la mochila del hombre donde él la había depositado. "



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