La confesión (fragmento)César Aira
La confesión (fragmento)

"Le pareció natural que todas las puertas y ventanas estuvieran cerradas, y no se viera un alma. Creyó que todos se habían refugiado en lugar seguro para protegerse de la peligrosa ampliación de los átomos. En realidad... ¿Pero qué es la realidad? Ella tenía la suya, la de los átomos, y la estaba dotando, en su involuntario delirio, de un verosímil tan sólido que ya casi podía competir con la otra, la objetiva. En realidad, entonces, la avenida había sido cortada al tránsito por causa de la marcha de los Metalúrgicos, que se dirigían a su nueva sede en los bajos del Churruca. La marcha había creado un terror colectivo, por desconocimiento del verdadero sentido del peronismo, de cuyo confuso nacimiento era parte la personería gremial de los Metalúrgicos, obtenida esa misma noche. Todo el barrio se había encerrado en sus casas, los comerciantes habían bajado las persianas, los bares y restaurantes habían cerrado. Los Metalúrgicos, que con el correr de los años fueron adoptados por la opinión pública como un dato cotidiano de la historia del país (antes de evolucionar a Metalmecánicos y luego desaparecer reemplazados por los Plásticos), eran entonces seres alquímicos, salidos del corazón de los metales. La desinformación interesada de la prensa conservadora había hecho de ellos una amenaza.
Todo sucedió muy rápido. La mujer no había terminado de asimilar las sorpresas que le deparaba su ignorancia, cuando ya se encontraba en medio de un mar de hombres. No había una sola mujer entre ellos. Era la única. Nadie sabía mejor que ella que el mundo era un mundo de hombres. Lo había vivido en carne propia. Pero también sabía, por un saber innato que no necesitaba aprenderse, que las mujeres eran necesarias para la reproducción, y para que el mundo siguiera siendo un mundo de hombres.
Y entonces sumó un error más a los que ya había cometido: creyó que el problema con los átomos había hecho desaparecer a todas las mujeres del mundo, menos una: ella. Su desazón llegó al máximo. Si ella era la única que quedaba, no sólo debería cruzar calles anchísimas para hacer las compras, limpiar una casa enorme, hacer diez mil camas todas las mañanas, sino que tendría que hacerlo para todas las casas y todos los hombres del mundo...
Era demasiado. Sonó un tiro. Nunca se supo quién disparó. La bala le dio en el corazón, y alrededor de su cuerpo caído hicieron un círculo miles y miles de hombres rudos, mal entrazados, que parecían estar viendo por primera vez una mujer muerta. "



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