Tierra sonámbula (fragmento)Mia Couto
Tierra sonámbula (fragmento)

"¿Por qué razón yo no quería que ella hiciese su viaje? ¿Por qué me dolía pensar que alguien pudiese venir a buscarla y llevarla a tierras muy extranjeras? ¿Sería que ya me había encaprichado tanto así con aquella mujer? ¿O simplemente sentía envidia de no poder partir también, salir de aquella tierra enloquecida? ¿Quién sabe si yo tengo miedo de aceptar ese deseo de lo lejano, tan igual al de Farida? Al final, allí, bajo la espesa lluvia, de centinela de los oscuros salteadores, apenas fingía proteger a Farida. Era ella quien realmente me protegía, era ella quien gobernaba los espíritus de aquel navío. Mi único espíritu, el enano, ya se había extinguido.
Una cosa me certificaba: poco a poco me amarraba a la presencia de aquella mujer. Nunca había tocado a mujer de amar. Las auténticas, reales mujeres, me atemorizaban. Al contrario, Farida era casi irreal, se soñaba y yo me deleitaba en aquel fingimiento que ponía en ella. Pero cuanto más me ardía en pasión más sentía que me debía ir. Mi misión era otra. Por mucho que empezase a dudar, no podía olvidar mi original motivo: ser un naparama, un guerrero de justicia. Farida me robaba valor para caminar, me robaba fuerza de decidir. Cada día que pasaba, mi corazón parecía más y más aquel barco. Yo estaba detenido en aquella mujer, como los hierros perezosos del barco estaban clavados en el banco de arena. No podía aplazarlo más si quería aún ser dueño de mí. Debería partir inmediatamente. Bajé a la bodega apenas para descargar conciencia sobre el enano. ¿Y si realmente existiese? Esa duda mía aumentó cuando a un lado de la bodega vi paquetes y cajas apilados con altura reducida como si hubiesen sido apilados por un niño. Grité, llamé. Recibí ninguna respuesta. Insistí, el silencio porfió más que yo. Farida tenía razón, no había nadie más en el barco a no ser nosotros dos.
Salí de la bodega, aspiré a fondo el aire salado. Ese día era septiembre, el mes que llama a los temporales. El viento soplaba llevando y trayendo una lluvia caliente. De pronto la cabina de pilotaje se encendió, un xipefo pintó luz, con dulces pinceladas. Entre las cortinas vi el cuerpo de Farida. Se bañaba. Así, en contorno de claro y oscuro, ¿la mujer se restregaba en agua o en claridad? Llegué a la escotilla, aceché sin disimulo. Farida me notó, se volvió de lado e hizo un gesto de invitación.
Entré, perturbado, ardiendo de intención. Me uní a ella, pegadito, como si fuese a confiarme un ilegítimo secreto. Se puso como una plomada, cara a cara. Nos miramos como si reconociésemos, en el otro, al único ser de la tierra. Yo para mí me garantizaba: no era suficiente una vida entera para contemplar aquellos ojos. Cenizas, si en sus ojos dormitaban, en brasas se encendieron. Un dedo fue entrando por la comisura de su boca. Toqué primero sus dientes, después sentí su saliva. Era una saliva caliente, parecía que no era apenas un dedo sino todo yo entero el que penetraba en una caverna calentada. Otro dedo caminó en sus interiores, nervioso de contento. Fuera, el mar enruidecía, lanzando espumas. El viento sopló con más rabia, las olas empezaron a barrer todo, sin respeto. Incluso allí, en lo resguardado de nuestra sala, el agua caía a chorros. No parecíamos notarlo. El mundo se desvanecía y el mar ya no importaba. Las manos mojadas de Farida desataron las vestiduras, sus dedos parecían ser de agua. Se echó, derramada en el suelo de hierro. Nos pegamos con gestos de ahogado. Las olas ondulaban nuestros cuerpos, yendo y viniendo. Los dos éramos ya sólo uno, emergiendo como una isla en una inmensa nada. "



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