Elena (fragmento)Evelyn Waugh
Elena (fragmento)

"Cuando hablamos de religión siempre ocurre lo mismo, Lactancio. Nunca contestas mis preguntas, pero siempre me dejas con la impresión, no sé por qué, de que la respuesta estaba allí todo el tiempo esperando que nos molestáramos un poco más en encontrarla. Todo parece tener sentido hasta cierto punto, y después, más allá de ese punto. Sin embargo, no se puede pasar de ese punto... Bueno, soy una mujer vieja, demasiado vieja ya para cambiar.
Pero en aquella primavera única no se podía eludir el cambio ni siquiera en Tréveris, la más cortés de las ciudades; ni siquiera Elena, la más recluida de las mujeres. El enorme aburrimiento que desde el muerto centro del corazón de Diocleciano embebió y enloqueció al mundo, había pasado como una plaga. Una nueva vida verde se abría paso y se desarrollaba y retorcía en todas partes, entre las paredes y los surcos. En aquella aurora, reflexionó Lactancio, ser viejo era el mismísimo cielo; haber vivido en la esperanza que desafiaba a la razón, que existía más bien únicamente en la razón y en los afectos, totalmente desligada de la experiencia o cálculos; ver que la esperanza tomaba cerca y por todos lados una forma sustancial y conocida, como una niebla que al disiparse puede súbitamente revelar a la tripulación de un barco que, sin ninguna habilidad por su parte, se ha deslizado silenciosamente a un seguro anclaje; vislumbrar una simple unidad en una vida que había aparecido toda vicisitud, esto, pensó Lactancio, era algo que competía con la exuberancia de Pentecostés; algo en que Navidad, Pascua y Pentecostés tenían su celebración regia.
Lactancio, más que ninguno, hubiera debido comprender lo que estaba ocurriendo a su alrededor, pero quedó sin aliento, rezagado en la carrera, agotado todo su hermoso vocabulario y sin que se le ocurrieran de pronto más que los estereotipados elogios de la Corte. Los acontecimientos no marchaban ya al rutinario paso del hombre. En todas partes había desproporción entre causa y efecto, entre el motivo y el movimiento, un ímpetu que intervenía y aumentaba más allá de todo cálculo normal. En sueños, un hombre puede probar su caballo ante un obstáculo de envergadura y, sin proponérselo, tomar carrera y salvarlo a gran altura, o tratar de mover una roca y ver que no pesa en sus manos. Lactancio no había aprendido nunca a subyugar sus simpatías como prescribían los críticos. ¿Qué le quedaba ahora, sino aceptar el misterio y glorificar a la causa próxima, al distante y ambiguo emperador?
En términos de historia documentada, Constantino había hecho poco. En la mayor parte del Oeste el Edicto de Milán regularizó simplemente la práctica existente; en el Este implicó una precaria tregua que pronto fue repudiada. La suprema deidad reconocida por Constantino era algo mucho más amplia que la trinidad cristiana; el lábaro, una versión, muy heráldica, de la cruz de los mártires. Todo ello era muy vago, claramente ideado para complacer; el afortunado pensamiento de un hombre demasiado atareado para preocuparse de sutilezas o profundidades. Constantino pactó con un nuevo aliado de fuerza desconocida, archivó un problema. Así podía parecerles a los estrategas de Oriente que contaban legión por legión, granero por granero, el orden de la batalla; así, tal vez, le parecía a Constantino. Pero a medida que la noticia se difundió en todas partes en la cristiandad, de cada altar se elevó un fuerte viento de oración, levantó la baja y humeante cúpula del Viejo Mundo, la aventó como si fuera la tranquila y brillante perspectiva de un espacio inconmensurable.
Los abstraídos Césares siguieron combatiendo. Cruzaron fronteras, hicieron tratados y los incumplieron, decretaron bodas, divorcios y legitimaciones, asesinaron a los prisioneros, traicionaron a sus aliados, desertaron de sus ejércitos muertos o moribundos, gallearon y se desesperaron, se dejaron caer sobre sus espaldas o pidieron compasión. Todo el diminuto mecanismo del poder siguió girando regularmente como un reloj que sigue dando su tictac en la muñeca de un hombre muerto.
Muy lejos de las batallas, las mujeres reales pasaban el tiempo con sus eunucos y capellanes, adquiriendo atractivos y jóvenes sacerdotes de África, bien criados, muy leídos, que enseñaban toda clase de variaciones de credo ortodoxo. Una semana hablaban de Donato; la siguiente, de Arrio.
Constantino fue prosperando en todas partes hasta que se dio suavemente cuenta de que era invencible. Aquí y allí entre la agitación de los tiempos se vislumbraba a una figura más noble, al joven Crispo, todo audacia y lealtad, el último guerrero de la gran tradición romana en cuya rodela podían ver los imaginativos el desvaído escudo de Héctor. A Elena le llegaron noticias de él, como en otro tiempo de su padre, y las recibió con el mismo contento. Su nombre se recordaba siempre en la misa que se celebraba en el palacio de Elena. Porque Elena se había bautizado.
Nadie sabe cuándo o dónde. No se registró en ninguna parte. No se construyó o fundó nada. No hubo celebración pública. Privada y humildemente, como otros miles, descendió a la pila y cuando subió era una mujer nueva. ¿Lamentó abandonar su antigua fe? ¿La persuadieron punto por punto? ¿Se adaptó simplemente a la moda imperante, se entregó sin resistir a la divina gracia y se convirtió, sin ninguna intención, en su rebosante vehículo? No lo sabemos. Elena fue una semilla en una vasta germinación. "



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