El pueblo traicionado (fragmento)Alfred Döblin
El pueblo traicionado (fragmento)

"No iba a ser un buen día para él. El mayor se había vuelto en los últimos años diabólicamente supersticioso. Sabía que lo que empieza con semejante telefonazo en medio del sueño no puede acabar bien.
El tren lo llevó a Döberitz (ya lo había decidido el día anterior), para informarse de qué ocurría entre las jóvenes formaciones destinadas al este.
El campo era en parte campo de espera y cuartel para tropas que había que alojar a su regreso, antes de llevarlas a su guarnición y licenciarlas. Luego estaba, una vez que esa masa rebelde que era difícil mantener en orden había pasado, el distrito, severamente delimitado, que formaba el campo de ejercicios y concentración. Entre los barracones y en el campo se veían allí jóvenes soldados y muchos oficiales. De un solo vistazo, el mayor advirtió: aquí hay algo en marcha.
Le alegró esperar cuando le dijeron que el teniente Von Heiberg tardaría una hora en regresar de un ejercicio. Supo por un capitán, en el cuarto de banderas, que la cosa iba bien, pero la cercanía de la gran ciudad, sobre todo Berlín, se hacía sentir desagradablemente. La infección de ideas corrompidas, con el «espíritu levantisco de la patria», llegaba hasta allí. Y no se calmaría hasta que se hubieran puesto en marcha. Lo peor no eran los delincuentes y chusma semejante, que también anidaban allí, no hacían nada y dificultaban el servicio, sino los agitadores encubiertos.
[...]
La brigada criminal que investigaba a los asesinos del vendedor de lotería seguía sin encontrar ningún rastro que condujera a Döberitz. Al fin y al cabo, tenían al principal autor, al verdadero instigador del crimen, y estaba ya en la cárcel de Moabit.
En la noche siguiente al crimen, Konrad había llamado la atención en uno de los locales a los que solía acudir con Lutz. Le había dado a un camarero, con el que ya había hecho a menudo negocios así, un anillo de brillantes para que se lo canjeara por dinero. El camarero aceptó el negocio sin reparos.
Pero el anillo estaba marcado por dentro, y el muerto había registrado cuidadosamente cada pieza, de modo que, al cabo de dos días, en una joyería del sur de la ciudad, fue detenido un caballero que enseñó el anillo, aunque éste era enteramente inocente. Se trataba de un proveedor del dueño del local, y así se llegó al local y al camarero y, una desgracia, el camarero conocía el nombre de Konrad. En la noche siguiente, mientras jugaba, Konrad fue detenido en otro local.
Konrad era brutal y astuto, pero tenía un defecto: creía en su suerte. El verse perdido le puso furioso... con la policía y el juez de instrucción. Se mantuvo mudo.
Sin embargo, de haber sabido qué pensaba su juez habría visto que aún no estaba perdido en absoluto. Porque la investigación preliminar seguía contando con la posibilidad de que el vendedor de lotería se hubiera dejado atar voluntariamente y se hubiera dejado meter el pañuelo en la boca para desarrollar alguna espantosa escena. El criminal se hubiera podido librar diciendo que el pañuelo se había metido demasiado hondo por culpa de la víctima, pero que no había intención de ahogarle. Sin embargo, Konrad calló. Estuvo, también ante el vigilante, absolutamente mudo, por venganza. "



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