El vendedor de silencio (fragmento)Enrique Serna
El vendedor de silencio (fragmento)

"En el Buick, de vuelta a casa, el cuello acalambrado por la tensión, se arrepintió de su alocada promesa. Carecía ya del impulso irracional y temerario que había admirado de joven en los héroes románticos de Lord Byron. Quizá ese rasgo de su carácter, nunca demasiado fuerte, había muerto del todo en la Guerra Civil Española. Qué fácil era para Rosalía pedirle que saltara del precipicio. Criada en un limbo idílico donde no existía la necesidad, ignoraba los tejemanejes a los que un periodista sediento de gloria debía prestarse para vivir de su profesión con cierto decoro. No pensaba servir a Maximino toda la vida. Pero denunciarlo ahora, cuando acababa de refrendarle su adhesión incondicional en la gira por Estados Unidos, sería una traición imperdonable, de las que se pagan con la vida.
Descartó por vergonzosa la posibilidad de confesar a Rosalía que trabajaba para él. Su desprecio le dolería demasiado. La alternativa de filtrar esa información a un reportero del Popular era factible, pero entrañaba riesgos. Macías y el Chorreado ya sabían que era novio de Rosalía y no les costaría trabajo dar con el delator. Optó por meditar con tiento antes de tomar una decisión. En un asunto de tal gravedad no cabían las prisas. El destino era sabio y quizá lo sacara del aprieto con uno de sus vuelcos inesperados. Tal vez los Corcuera volvieran sorpresivamente de Brasil y disuadieran a Rosalía de su disparate. Intentó retomar su ritmo natural de trabajo con la mente en otra parte, como si el problema desapareciera por no prestarle atención. Pero a los dos días recibió una llamada telefónica de su novia.
[...]
Pasaron tres días más en los que no se atrevió a visitarla. El fin de semana, en vez de llevarla al Club Chapultepec, se quedó trabajando en casa sin responder el teléfono. Había tomado ya la decisión de callarse. Después de todo, Rosalía no era tan guapa ni tan inteligente y sus defectos se agravarían con la edad. Tenía los pies demasiado grandes, el pelo maltratado por el cloro de las albercas, balbuceaba lugares comunes y era propensa a engordar. Sería estúpido aferrarse a ella pudiendo conquistar a otras niñas bien con igual o mayor encanto. A la hora del crepúsculo, el chofer de los Corcuera le vino a entregar un envoltorio con los poemas y las cartas de amor que había escrito a su “adorable bombón”, junto con un escueto recado: “No puedo ser novia de un cobarde”.
Intentó anestesiarse con dos fajazos de whisky, pero en vez de sumirlo en un blando abandono, el trago le aclaró las ideas y encaró con mayor lucidez su metamorfosis profunda. Ya no tenía derecho a sentirse mejor persona que Macías y el Chorreado. El honor, como la virginidad, se perdía una sola vez en forma irreparable. Pero en modo alguno debía permitir que esa grieta socavara los fundamentos de su autoestima. Nada de flagelaciones culposas. Lo más práctico, dadas las circunstancias, era hacer concha y asumir con orgullo el estigma, como los desertores y los perros rabiosos. Los héroes de novela rosa jamás habían existido, salvo en la imaginación de los cursis. Al diablo con las princesas que hacían berrinche cuando el príncipe no mataba al dragón. Esa noche se fue de parranda con su amigo Darío Vasconcelos. Al pasar por la Secretaría de Gobernación vieron con asombro la kilométrica fila de campesinos que montaban guardia toda la noche para obtener el salvoconducto a Estados Unidos como beneficiarios del Programa Bracero, recién suscrito con el gobierno yanqui para suplir con mano de obra mexicana a los granjeros gringos que habían ido al frente. Sus rostros adustos parecían reprocharles que salieran de juerga mientras ellos pernoctaban a la intemperie. Ya tenía tema para un artículo indignado y dolido, con una fuerte dosis de mea culpa, en el que deploraría el éxodo de mexicanos por falta de oportunidades en su país. En el Waikiki bailaron chachachá con dos morenas vergonzantes, que tenían el pelo pintado de rubio platino y hacían esfuerzos inauditos por parecer alegres. Montadas en tacones de aguja, se contoneaban en la pista con procaces quiebres de pelvis, orgullosas de tener como acompañantes a dos criollos de buena familia. Hubiera preferido que olieran a sudor en vez de apestar a perfume barato. El contraste con la fragancia virginal de Rosalía reavivó su sentimiento de pérdida y de vuelta en la mesa ordenó la segunda botella de whisky. "



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