Después de muchos inviernos (fragmento)Marian Izaguirre
Después de muchos inviernos (fragmento)

"Estuve mes y medio en Argentina. Fue entretenido. Echaba de menos a Martín, pero me satisfacía estar allí, sola, como una mujer moderna e independiente. Con mi embarazo y mi desconocimiento de lo que haría en el futuro.
Fabulaba en secreto sobre mi papel como madre. Era confuso. Por un lado, no quería hacer planes reales; pero, por otro, no podía dejar de imaginar qué vida le daría al ser que crecía dentro de mí. Eso me redimía de la improvisación. ¿Cómo había llegado aquel niño después de tanto tiempo intentándolo? ¿El método ogino era una estafa? Martín y yo habíamos mantenido relaciones durante meses en la mitad de mi ciclo menstrual sin ningún éxito. Y cuando abandonamos, cuando lo hicimos antes de los días fértiles, o casi inmediatamente después, cuando adoptamos aquella despreocupación liberadora, el embarazo cuajó. Una contradicción enorme, una paradoja. Así que ahora no me atrevía a planificar nada, pero mi yo secreto se hacía preguntas: ¿tendríamos dinero para alquilar un piso decente?, ¿se morirían por fin nuestros inquilinos de la calle Ibiza?, ¿estaríamos siempre en casa de mi tía, con un trato ventajoso para ambas partes, ella una solterona sola y nosotros la familia que Stéfano le negaba? De pronto me veía trabajando, diseñando trajes de época, ganando mi propio dinero. Y entonces surgían nuevas preguntas: ¿necesitaría una niñera? Me contestaba casi sin darme cuenta. Sí, tendría una niñera, una chica de pueblo, regordeta y sonrosada que se quedaría en casa hasta que se echara un novio y nos dejara para tener sus propios hijos. Le daría mucha pena, desde luego, y derramaría lágrimas por alejarse de nuestro hermoso niño. Luego nos conformaríamos con una au pair, inglesa, desde luego, que le enseñaría su idioma y le llevaría al colegio. ¿Qué colegio? ¿El Liceo Francés? ¿El Colegio Alemán?
Eso solo sucedía por las noches, después de la función, cuando me quedaba a solas y los actores a los que había vestido se diluían como fantasmas. Por el día, estaban vivos. Algunos demasiado vivos.
Vestir a los hombres no era tan difícil como pensaba. Pude aprovechar muchas prendas del antiguo vestuario, pero acorté los calzones, preparé mangas desmontables que cambiaban el traje sin cambiarlo realmente; muchas las hice con las capas bordadas que había desechado, de manera que los ropajes eran ahora vistosos y coloridos, aunque sobrios de forma y más acordes con el nuevo vestuario de Cecilia. A los venecianos era sencillo reconocerlos por sus turbantes de seda en colores vivos, que solo tenían el desafío de enrollarlos convenientemente en torno a algún tipo de casquete, y a los napolitanos por sus trajes oscuros, sus cruces bordadas y sus bonetes planos. En general, los actores eran gente amable, colaboraban gustosos en el vestuario y nadie me hizo sentir en ningún momento que fuera una aficionada. Creo que les divertía el soplo de novedad que imponía a la obra. Solo había uno con el que no conseguí congeniar: el primer actor, el que interpretaba al Dux de Venecia. Se llamaba Guillermo Mendoza y era un tipo insoportable. Seguía manteniendo la pose de galán que acaso le había granjeado cierta fama de donjuán en el pasado y lo cierto es que era alto, de alguna manera distinguido, y desde luego muy arrogante, tanto en escena como fuera de ella. "



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