El paseo (fragmento)Attila Bartis
El paseo (fragmento)

"En correos casi sentí vergüenza, pues creía que nadie podría estar de parte de un Coronel. ¿Quién iba a defenderlo? Después, por la tarde, un caballero me dejó apabullado. Pero no iba de uniforme, ni llevaba chaquetón de piel, tan sólo americana, como quien se presenta en casa del vecino para pedirle unas cerillas, y él va y me pregunta: “¿Es usted quien ayer por la tarde a las quince y treinta y tres sacó una foto con los siguientes parámetros: tiempo: sexcentésimo; ángulo: dieciséis; nubosidad: cúmulo; objetivo: ochenta; distancia objeto: mil doscientos centímetros; altura cámara: ciento sesenta centímetros; película: Agfa; asa: cien, párrafo nuevo; papel: blanco, medio mate, normal, cartulina, diez coma cinco por catorce coma ocho, párrafo nuevo; ejemplares: cincuenta y dos; remitidos: cuarenta y seis; remanente: cuatro, más dos de prueba sobreexpuestas?.
"Me habría reído a carcajadas si antes no se me hubieran entumecido los músculos de la cara. “Sí”, respondí sin vacilar pero absolutamente estupefacto. “Nosotros también lo creemos”. Y sacó un ejemplar de la foto del Coronel. “¿Es ésta?”, preguntó. “Claro”, dije. “De claro, nada. Esto es una copia”. “Pero lo escrito, con su permiso, es mío”. Reiteró: “Copia. Cartulina sobreexpuesta. Quien no sea competente que se abstenga de hacer fotos. En la actualidad nuestra patria no precisa de malos fotógrafos. Ya decidirá nuestro comité cuántos años le serán necesarios”.
»El comité decidió que tal vez dentro de treinta años me dieran trabajo, y que mientras tanto me dedicara a meditar sobre el asunto. Llevaba ya siete años haciéndolo (y una vez al día, antes de comer, en vez de rezar recitaba, para no olvidarla, la composición de mi revelador preferido), cuando apareció el Siguiente Gobernador y me preguntó: “¿Es usted el que ha sacado esta foto?”. Respondí, porque durante esos siete años había aprendido a cuidar los detalles: “No. Eso es sólo una copia. Aquí, por este lado izquierdo, ha debido de quedar fuera de la carpeta, le ha dado la luz y por eso se ha puesto marrón. Yo hago bien el fijado”.
»Tenía la esperanza de que viniera a darme trabajo, por eso puntualicé. Pero se veía que no entendía un carajo de todo aquello. “¿Usted es fijador o fotógrafo?”, me preguntó. A lo que le respondí que lo uno y lo otro, aunque más lo segundo pero que asumiría con mucho gusto lo que fuera con tal de que me sacara de allí.
»Luego, de alguna manera, salió a relucir la verdad, y casi podría decirse que llegamos a intimar. Nos estrechamos la mano, me agradeció el trabajo que había realizado por él en la clandestinidad y me preguntó dónde me gustaría vivir. Porque él, desgraciadamente, no tenía ninguna necesidad de un fotógrafo cortesano. En su círculo más inmediato estaba prohibido hacer fotos. Además él no era fotogénico, y la situación política del momento resultaba especialmente delicada.
»En definitiva, que subimos a la oficina y me dieron un plato de judías para que engordara. ¡Estaría bueno que yo saliera de allí tan delgado! ¡Qué vergüenza que pesase en kilos los mismos años que tenía! ¿Por qué no había comido bien? “¿Desde cuándo gobierna usted?”, le pregunté. “Desde hace seis años”, dijo. “Entonces prefiero no responder”, repuse. Y esbozó una gran sonrisa porque era un hombre amigable. Encendió un cigarrillo y salió al pasillo para que no me molestara el humo mientras engordaba.
»Engullí a dos carrillos las judías delante del mapa del país que cubría la pared de enfrente. Abajo había tres plantas y un sótano con dos mil ochocientos once habitantes que esperaban su papilla de trigo. Los de la cocina, cada mañana, anunciaban el menú en un lenguaje de golpecitos: dos golpes significaba trigo; tres, repollo; una simple cuestión de sílabas. Pero el cocinero, porque él era así, a veces nos gastaba alguna broma y nos desconcertaba por completo. "



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