Los espirituados (fragmento)Carmen de Burgos
Los espirituados (fragmento)

"Los arrieros, con las bestias ya aparejadas, advirtieron la necesidad de partir. El sol iba bajo y una espesa niebla que se levantaba del valle subía hasta más de la mitad de los montes.
Era un paisaje nuevo y extraño el que se les ofrecía. Los valles y los barrancos quedaban ocultos, llenos de aquel blancor lechoso, fluido como una hube. Era como un mar, y los picos de los montes figuraban un arrecife de cimas peladas e imponentes. El sol tornaba los vapores grises en púrpura y rosa, incendiándolos con sus oros. Parecía como un gran globo rojizo iluminando un mundo nuevo.
Aquellas cimas tomaban esas figuras extrañas de las cumbres de las montañas en la perspectiva; uno de los montes, más allá del Paño, que quizás pertenecía ya a Francia, parecía un obispo con el báculo al lado y la mitra en la cabeza, dejando recortarse en el rostro sobre el fondo del cielo la aguda barbilla y la gran nariz aguileña, como sobre un monumental sepulcro gótico.
Don Julián, con su empeño de dar a conocer a los forasteros aquella hermosa tierra, les contaba la historia de la carretera que cruzaban. Se le debía a uno de los antiguos y famosos contrabandistas que pasaban por lo más abrupto de aquellas montañas las cargas de contrabando. Era en los tiempos, que ya parecían fabulosos, de Femando VII. Lo llamó un general de la época y le dijo: «Si nos dejas tranquilos te haré capitán de miqueletes». Pero el contrabandista tuvo un rasgo de diputado: «Me contento con que se abra la carretera que necesita mi pueblo». El general le escribió al rey, la carretera se abrió y el contrabandista, retirado y viejecito, paseaba por la carretera todas las tardes, como si fuera el más bello jardín aquel camino tan largo, tan largo, que se abrió por su influencia y que había respetado, renunciando al contrabando, con la misma pena que los marinos al mar.
Pero la mayoría de los expedicionarios, dominados por el cansancio y la pesadez de la digestión, no prestaban atención a las palabras de don Julián ni a la belleza del paisaje.
El regreso continuaba lento, silencioso, pesado. Domingo trató muchas veces, exponiéndose a rodar un barranco, adelantar su cabalgadura para caminar al lado de Aurelia. Pero la joven parecía tan hermética, tan incomprensible, que lo desesperaba. Hubiera querido ver en ella un movimiento de simpatía, algo espontáneo, en vez de aquel disimulo. Llegaba a dudar si su indiferencia no sería fingida, sino verdadera. "



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