El columpio (fragmento) "Lucas escribía un libro de cocina. Lo escribía con la memoria, ayudándose ocasionalmente de unas breves notas que estudiaba en silencio, paseando en la soledad de su cuarto y que, una vez retenidas, destruía de inmediato. Nunca en el mundo se había escrito un libro como aquél, ni —y ahí radicaba su originalidad— jamás nadie podría leerlo. Obra y autor iban permanentemente unidos, formando un algo indisoluble, y a no ser que la ciencia avanzara prodigiosamente —o algo peor: las artes adivinatorias—, jamás ser humano alguno podría penetrar en ese archivo perfecto que tenía en mente y en el que las fichas aparecían ordenadas de acuerdo con diversos sistemas: alfabético, asociativo, por materias… Y otro, el más importante, que destruía y anulaba los anteriores. No creía, para ser sincero, que la ciencia lograra algún día, con una simple intervención quirúrgica, por ejemplo, hacerse con ese arsenal de conocimientos atesorado durante largos años y basado únicamente en la propia experiencia. Pero sí temía a los adivinos. A ciertos «hombres de mirada fuerte», de los que, se decía, eran capaces, en cuestión de segundos, de leer en la mente de los demás y hacerse con su caudal de conocimientos. La sola idea de que algo semejante pudiera ocurrirle a él le había impedido a menudo conciliar el sueño. O algo más grave aún: le había llevado, a veces, a sufrir terribles pesadillas en las que aparecía su libro impreso, perfectamente encuadernado, pulcramente editado… y firmado por otro. Por todo ello, para prevenir el robo, el fraude, el plagio indemostrable, estaba ideando un nuevo sistema —el mismo al que antes había calificado como «el más importante»—, una puerta falsa para despistar al enemigo. Y en eso había estado toda la tarde. Creando fichas apócrifas que invalidaran las verdaderas; caminos, atajos, pistas en fin, de una aparatosa lógica que, sin embargo, no conducían a otro lugar más que a un laberinto. El trabajo requería grandes dosis de concentración. Y de pronto las raqueles le atacaban por donde menos esperaba. Su orden. Porque aquellas mujeres, con sus absurdas tentativas de orden, no hacían más que entorpecer su ordenado intento de desorden, demasiado reciente aún para tenerlo asentado, firme. Y ahora era él quien temía perderse por las pistas falsas que acababa de diseñar para extraños. Caer en sus mismas redes y chocar con el espejo —porque en el laberinto había tenido la ocurrencia de colocar además algunos espejos—, y sólo después, cuando fuera ya demasiado tarde, comprender que había sido la primera víctima de su propia estrategia. Y de nada habrían servido sus precauciones. Las medidas desconcertantes que empezaban desde el mismo título del libro: Juegos del valle. De eso, del título, sí podía hablarme. Porque ¿qué quería decir Juegos del valle f Todo, nada…? Un título simpático y engañoso que lo que menos podía presagiar era una serie de fórmulas secretas —la palabra «receta» nunca le había gustado—, agrupadas dentro de su peculiar orden desordenado. Pero entonces aparecían ellas, las raqueles. ¿Podía existir algo más perturbador para sus elucubraciones que encontrarse la cotidianeidad sutilmente alterada? ¿La sal donde se leía «Sal», el bicarbonato en un tarro en el que alguien había escrito «Bicarbonato», o el azúcar en el bote que aquellas arpías habían decidido adecuado para el azúcar? «El desván», masculló aún. Y se llevó la mano a la cabeza. «Mañana, antes de que sea demasiado tarde, tendré que hacer limpieza.» Bebo le escuchaba sonriente, con una mezcla de arrobo y conmiseración, como si Juegos del valle no fuera su único libro, ni tampoco ésta la primera vez que Lucas se hallara en una confusión semejante. Yo me limitaba a asentir sin dejar traslucir que aquel mismo día, con el ojo pegado a una persiana, había tenido el privilegio de presenciar uno de sus denodados esfuerzos por mantener en orden su caótico archivo. Lucas, envuelto en un batín granate, superado por el trajín de las raqueles, intentando encontrar la serenidad desde algún punto de su biblioteca secreta y reconstruir su reino. Me serví una copa de vino. Enseguida Bebo tomó la palabra. " epdlp.com |