La chica de la Leica (fragmento)Helena Janeczek
La chica de la Leica (fragmento)

"En otros tiempos fueron campeones de carcajadas. No, quizá sea una exageración, pero se les daba muy bien avivar a golpes de ironía la seriedad mortal de los debates, y Willy Chardack nunca les fue a la zaga a sus compañeros. Ahora también sus colegas aprecian su humor sobrio, más marcado por su acento alemán (el de los científicos locos), y a él le va bien no resultar demasiado arisco para los parámetros estadounidenses, un personaje.
El doctor Chardack, al escuchar la voz distante de Georg Kuritzkes, vuelve a verlo de nuevo en plein air con toda aquella alegre compañía, o no necesariamente al aire libre, sino en una atmósfera de película francesa, alegre y luminosa, aunque todavía no estuvieran en París. Pero el Rosental no temía la comparación con el Bois de Boulogne, y los passages de Leipzig eran famosos. Había industrias y comercio, música y editoriales que presumían de tradiciones centenarias, y esa solidez burguesa atraía como un imán a la gente del campo y del este, que hacían que la ciudad se pareciera cada vez más a una auténtica metrópoli, incluso en sus contrastes y conflictos. Hasta que se agudizaron los enfrentamientos y las huelgas, la crisis económica mundial que aceleraba la catástrofe alemana. Los rostros tensos que Willy se encontraba en su casa, cuando su padre se exasperaba ante la fila de los que le pedían un trabajo, cualquier trabajo, cuando a él le costaba aguantar con sus mozos y almaceneros, porque también se tambaleaba el mercado de pieles que prosperaba en Leipzig desde la Edad Media, o antes incluso.
Aunque provinieran de familias acomodadas, sus amigos y él, que no tenían que pugnar con clientes insolventes, estaban dispuestos a luchar contra todo. Eran libres de hacerlo, libres de irse de excursión y de dormir en tiendas bajo las estrellas, libres de cortejar a las chicas, y había chicas muy guapas e incluso extraordinarias (Ruth Cerf, que había pasado de larguirucha enjuta a rubia majestuosa, y además estaba Gerda, la persona más encantadora, más viva y divertida con la que se había topado nunca en el universo femenino), libres de reír. Las ganas de bromear no se les pasaron ni cuando Hitler estaba a punto de ganar y había que prepararse para hacer las maletas. Nadie podría expropiarlos de ese recurso que los hacía iguales, camaradas sobre todo en su forma de estar en el mundo desafiando a los nazis. Pero, desde luego, no eran iguales, Georg era el mejor ejemplo. Georg era brillante, pero como si derrochara un talento que le sobraba, casi el equivalente a la colección de camisas (¡camisas de algodón egipcio!) que languidecía en los armarios de la casa de los Chardack desde que Willy se había adaptado a los círculos de izquierdas. Georg Kuritzkes era inteligente, apuesto y deportista. Leal y digno de confianza. Con una excelente capacidad de agregar, instruir, organizar. Bailarín desenvuelto. Conocedor apasionado de las últimas tendencias musicales del extranjero. Valiente. Decidido. Y también ingenioso. ¿Cómo podía él, un Willy Chardack, ser la primera opción de las chicas? Lo llamaban «Teckel» desde mucho antes de que aquel apodo se le hiciera antipático después de adoptarlo al instante el ligero acento de Stuttgart de Gerda Pohorylle. No podía, desde luego. Pero que Georg encima fuera divertido alimentaba un afecto que circulaba fuera de los límites de esas jerarquías de chicos, aparentemente duradero, como demostraba su emoción al evocarlo. Efecto de una carcajada redescubierta después de un tiempo que parecía un siglo. "



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