Sortilegios (fragmento)Michel de Ghelderode
Sortilegios (fragmento)

"El rápido se precipitaba hacia el mar. A ratos rodaba sobre parrillas infernales y aullaba, rodeado de fuego; a ratos se levantaba de los raíles y parecía planear en medio de nubarrones estridentes. A solas en mi compartimento y prisionero de las paredes de acero, me daba igual que el monstruoso mecanismo se alzase hacia la luna muerta o acabase su terrible carrera yendo a apagarse al fondo de las olas. Yo dormitaba, vigorosamente acunado, y las pulsaciones cadenciosas de los metales me habían hipnotizado como bárbaros gongs. Mi pensamiento rodaba hacia el mar; y el aire desgarrado, al igual que la tierra apisonada por el convoy, evocaba un gran movimiento marino, anterior a los siglos…
El crepúsculo caía sobre los campos. Los paisajes huían, y unos caballos huían en dirección contraria a los paisajes. Cerré los ojos sobre la imagen de los caballos fugitivos por entre humaredas o espumas. Yo huía también e intentaba recordar de qué. ¿De la policía, de una mujer, de un enemigo, del diablo? No, era más sencillamente dramático: huía de mí mismo. A cada cual le llega el momento de sentirse fatigado de sí, de su propia cara contemplada en un espejo. Minuto peligroso, pues el espejo es tan claro y el rostro que revela es tan glacial, que no hay más remedio que huir; ese minuto culminante puede dar un estallido y hacer saltar en añicos el espejo y el rostro humano que contiene.
Hundido en mi somnolencia, monologaba: «¿De qué sirve escaparse, si uno se lleva a sí mismo, si uno lleva consigo su cuerpo y su cerebro? La vida, o esta miseria producida por la ausencia de una verdadera razón para vivir, se ha vuelto insoportable en un determinado lugar, junto a unos seres determinados que ha habido que abandonar para irse a otro sitio, bruscamente, arrancándose a ellos… Toda la experiencia se resume en esto: saber huir… ¿Y por qué el mar? Porque las montañas llevan a la locura y no dan la paz. Y porque el mar es el límite del mundo; ya no se va más allá; no nos embarcamos en los navíos que se alejan hacia nuevos mundos, pues tememos abandonar aquello en lo que consiste nuestro tormento… Aún más: el mar era el abismo balsámico en el que yo podría extinguirme y era también, columna de sal, el faro eminente, el carrusel de la gran noche marítima…»
Me había quedado dormido. Mientras me frotaba los ojos, veía, todavía muy lejos, el faro que acababa de desenvainar su diamante amarillo. Al aproximarse al mar, el rápido aflojaba la marcha. Al ponerme en pie, me tambaleé. Iban y venían por el vagón canciones y gritos, cuando yo había creído que estaba solo. Llamas multicolores danzaban como estrellas en los cristales. El rápido parecía pesado y jadeante, como un dragón cargado de cadenas. Ya no se precipitaría en el mar y se detendría juiciosamente junto a los navíos, masa enorme obediente a un gesto minúsculo. ¡Oh ironía de las huidas más insensatas: siempre acaba uno por llegar! Yo no me resignaba a aceptarlo, todavía henchido de velocidad y de espacio, mientras intentaba ordenar mis pensamientos, dispersos como las nubes de humo que se desgarraban huyendo en dirección contraria a mi sueño. ¡Pero no tenía más remedio que encontrarme con la realidad! Y la realidad surgió en el pasillo del vagón bajo la forma, bastante poco real, de una máscara grosera de horripilante fealdad. Aquel rostro colorado me miraba obstinadamente, hundiéndome en un estupor idéntico al suyo. Una gran máscara risueña me miraba. Pude ver que su portador era un individuo obeso embutido en una tela de saco. Mi movimiento de repulsión provocó la alegría de aquella masa histriónica y la máscara lanzó unos chillidos porcinos, a los que respondieron otros gritos incoherentes. Ya estaba despierto. Pero ¿qué es lo que me anunciaba aquel despertar, aquella aparición? No quise saberlo y salté al andén, embargado por un aire marino tan intenso que me pareció que un ser invisible me estrechaba y sofocaba entre sus brazos. "



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