La isla sin aurora (fragmento) Azorín
La isla sin aurora (fragmento)

"Tú mismo no te das entera cuenta de lo que te ha ocurrido; estás todavía emocionado. En tu conciencia, como en un vaso henchido de líquido, aún no se ha decantado y purificado ese fluido. Ten calma; yo mismo voy a repetirte lo que tú nos has contado con palabras atropelladas. Has echado al mar un bote y has bogado hacia la costa. No había en la tierra más que dos casas: una grande y otra chiquita. Te has ido aproximando a la grande y has visto que era un edificio magnífico. En su ámbito, por una ventana, has contemplado un espectáculo singular. Ya lo habías visto tú en algún cuadro de pintores holandeses. Ante una mesa, estaba un anciano de larga barba y de faz escuálida; le acompañaba una mujer. Y los dos se hallaban entregados a una delicada operación. En una balanza sensible, iban pesando monedas de oro; había a par de la balanza un saco repleto de monedas; de ese saco tomaban el oro y lo iban colocando, con amor, con mimo, delicadamente, en uno de los platillos de la balanza. Tú necesitabas una moneda de oro; sentías ansiedad por tenerla. No sabías lo que te estaba ocurriendo; para fines que tú mismo ignorabas, querías tener en tu mano un rondel de oro acuñado. Como había tantos allí, no sería dispendio oneroso para aquel numulario el darte una de sus infinitas monedas. Con tu bastón diste entonces un golpe en el hombro del logrero. Sonó el golpe como si hubieras dado en una estatua de mármol; era aquello muy duro. No podía ser más sólido. Ya tú habías pedido la moneda que necesitabas al numulario, y él había sonreído al mismo tiempo que se mesaba suavemente la luenga barba. No podía decirte con mejores modos que fueras a otra puerta. Y eso fue lo que tú hiciste ante la negativa del duro. La otra puerta a donde llamaste era de una casita pobre. Te abrió otro anciano y entraste. Había en el porche un telar; cuando tú llamaste a la puerta el anciano estaba tejiendo. No hacía en su vida más que tejer y tejer. Acaso tejía esperanzas y volvía a tejer las mismas esperanzas. Esperaba siempre un poco de holgura en sus ahogos: porque ese anciano estaba desnudo de todo bien terreno. Te cogió de la mano y te fue mostrando toda su casa. Los muebles eran pobres; la despensa estaba horra de vituallas. En la cocina el fogón no había ardido en muchos días. Un cantero de pan, dado como limosna, era todo el alimento del pobre tejedor. ¿Y de qué modo te iba él a dar la moneda de oro que tú necesitabas? Los dos, ante tu demanda, permanecisteis mudos, abstraídos. El anciano quería hacer la caridad y no podía; él, que necesitaba de la caridad, la hubiera hecho ahora con gusto. Tú sentías cada vez más ansia de la moneda de oro. Entonces, este anciano desnudo de todo bien, se dirigió a la casa del numulario, firmó un documento en que se comprometía a tejer para él todo un año, y a cambio de ese compromiso recibió una moneda de oro. Vino gozoso a ti y la puso en tu mano. En el mismo momento la moneda se transformó en una azucena fragante… Estabais los dos contemplando todavía la bella flor, cuando la azucena se cambió, a su vez, en una blanquísima paloma. Esa paloma es la que estaba posada en la borda de nuestro barco y ha levantado el vuelo ante tu furia, cuando tú dabas con tu bastón golpes en el suelo. No; tú no titularás tu relato El duro y el desnudo. No; tú no puedes generalizar iracundamente un caso aislado, a ti ocurrido. No puedes hacer dejación de una de las más bellas condiciones que adornan al ser civilizado: la ecuanimidad. "


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