La monja alférez (fragmento)Thomas de Quincey
La monja alférez (fragmento)

"Ahora nuestra Catalina está sola en las cimas de los Andes, y en soledad aterradora, pues se encuentra a solas con su propia conciencia afligida. En otras dos ocasiones estuvo en soledad igualmente profunda, sobre las aguas agitadas e inciertas del Pacífico, pero entonces tenía la conciencia tranquila. Ahora no queda nadie capaz de ayudarla; su caballo ha muerto —los soldados han muerto. Con nadie puede hablar, salvo con Dios; muy pronto veremos que en verdad habla con Él, pues en esos vastos desiertos aéreos ya Él le ha dicho algo al oído. En algunos aspectos la condición de Catalina se parece a la del Viejo Marino de Coleridge. Pero es posible, lector, que te cuentes entre los muchos lectores poco atentos que nunca han comprendido cabalmente en qué consistía tal condición. Permíteme que te ilustre, pues de otra manera no entenderás la historia del marino que, al perder todo su patetismo, perderá la mitad de su belleza.
Hay tres clases de lectores del Viejo Marino. El primero es tan simple que cree que todas las imágenes de las visiones del marino expresadas por el poeta son hechos realmente acaecidos; como eso es imposible todo el poema queda reducido, para ese lector, a un cuento de hadas sin fundamento alguno. El segundo lector es más agudo; sabe que las imágenes son producto de un delirio febril: vistas, ciertamente, pero no en tanto que realidad exterior. El marino fue víctima de una fiebre pestilente que acabó con todos sus camaradas; sólo él sobrevivió; desvanecido el delirio, las visiones que lo atormentaban subsistieron. «Sí», dice el tercer lector, «subsistieron; así fue, naturalmente, pues la fiebre las grabó con fuego en su cerebro; mas ¿cómo es posible que siguiese creyendo en ellas como en verdades innegables? Desvanecido el delirio ¿por qué no se desvaneció también su decorado alucinante, por qué no se transformó en el momento visionario de una angustia ya superada? ¿Por qué se apoderó la locura del cerebro del marino obligándolo, como si fuese un Caín u otro Judío Errante, a “pasar como la noche de comarca en comarca”, torturándolo a intervalos determinados para que confesase sus faltas, aun al duro precio de “ahuyentar a los niños de sus juegos y a los ancianos del hogar”»? Esa locura que el tercer lector descifra brota de un suelo más hondo que cualquier enfermedad corporal. Su raíz es el dolor de la penitencia. ¡Qué pena tan amarga la de un corazón leal cuando descubre, demasiado tarde, la profundidad del amor pisoteado! El marino había asesinado a la criatura que lo quería más que nadie en el mundo. Sumido en la oscuridad de su cruel superstición la mató para salvar a sus hermanos de un desastre imaginario; pero, con ese mismo acto de crueldad, atrajo la destrucción sobre sus cabezas. La inevitable Némesis lo castigó en ellos —a él, que cometió la falta, a través de aquellos que con la propia falta había tratado de salvar. "



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