Tristeza de lo finito (fragmento)Juan Pedro Aparicio
Tristeza de lo finito (fragmento)

"Ese territorio en el que te sentías prisionera era tu propia casa. Pero igual que no es infrecuente que el prisionero sienta dentro de su resentimiento algún afecto por sus guardianes, tú así lo sentías por quien te tenía prisionera, un afecto hijo de tu enorme porosidad para aprehender lo humano, y en ese sentido genérico querías también a tu guardián, al que acudías en su ayuda si sufría, si vacilaba o trastabillaba en la vida, pues tú eras mucho más capaz que él, más valiente y decidida y tu criterio era siempre mejor que el suyo, que él tendía a seguir aunque colmándolo de impurezas como ese manantial de agua cristalina que se va enturbiando por la propia acción de beber, así él bebía de ti, de lo que había que hacer, de lo que había que decir, de lo que había que comprar, pero enturbiaba la fuente hasta convertirla en un charco y charco era todo lo que de él nacía. Y no he sido justo al decir que en tu horizonte social no estaba el divorcio, porque el divorcio se hallaba no sólo prohibido por el Estado sino también anatematizado por la Iglesia.
Pero si yo, ya de mayor, te animaba a la fuga de aquel campo en el que te sentías prisionera, torcías el gesto como si te animara a algo que sabías imposible, de una imposibilidad que estaba sobre todo en ti misma, en tu propio código genético, no por creencias religiosas que en ti nunca fueron firmes ni excesivas, sino por algo que había crecido en ti cuando yo no había nacido, en otros ámbitos de espacio y de tiempo que me resultaban casi imposibles de imaginar, pero que te habían vinculado a ellos de tal manera que nunca pensaste de verdad en escapar y tu única esperanza era que el guardián del campo desapareciera o desistiera, lo que nunca ocurrió.
Ahora tú estás muerta y ya no hay posibilidad de huida. ¿Cómo no voy a reprochármelo? Lo hago todavía hoy como lo hice muchas veces durante estos últimos años, cuando ya nuestros papeles se habían invertido y el ascendiente tuyo sobre mí, el del padre sobre el hijo, se había invertido y ahora era el del hijo sobre el padre, de mí sobre ti, madre. ¿He hecho todo lo que pude? Esa pregunta me inquieta a veces, cuando, por ejemplo, en la noche me despierto y tu imagen me viene a la mente. Si tu muerte hubiera sido repentina, si no hubieras sufrido tanto estos últimos años en la cama y en la silla de ruedas, deformándote físicamente y con la capacidad verbal perdida, probablemente el cariz de tu vida no hubiera tomado ese irreversible sello trágico, pues a aquel mal de fondo que dentro de ti persistentemente resonaba había que añadirle esos otros tiempos compensatorios en que los hijos te dieron la mayor felicidad que conociste. Muchas veces me lo dijiste. «Como se quiere a los hijos no se quiere a nada en el mundo.» A ti aquel cariño te admiraba, te sorprendía y te deslumbraba y lo seguiste como el ciego a su lazarillo.
Si tu muerte hubiera estado exenta de ese sufrimiento continuado y cruel que padeciste los últimos cuatro años, acaso tu recuerdo se hubiera dulcificado en mí, por lo mismo que en toda estadística hay una tendencia al equilibrio, y en ti, a pesar de que soportaste tantas penas, también hubo momentos muy felices, propiciados sobre todo por el cariño desmesurado hacia nosotros. Pero no ha sido así y ese colofón resulta ser el cumplimiento de una obra crudelísima que necesitaba de este final para llegar a perfección, una extraña perfección propiciada por ese negro azar que a veces nos hace pensar en la existencia de una voluntad superior que maneja nuestras vidas para divertirse con el daño que genera en nosotros. "



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