Los Castellanos (fragmento)Jordi Puntí
Los Castellanos (fragmento)

"En verano dábamos vueltas con la bici por el barrio y nos metíamos entre esos edificios como si nos aventurásemos a entrar en la selva más frondosa. Las calles no estaban asfaltadas y nos camuflábamos —o eso creíamos— en la polvareda que levantábamos al derrapar con la bici. Como esos edificios eran los más altos del pueblo y estaban muy juntos, pasábamos por debajo y era como si de pronto oscureciera. Decíamos: «¿Vamos a patrullar al Vietnam?». Mientras pedaleábamos con calma, pasando revista, contemplábamos a las mujeres colgando la ropa en los balcones (siempre mucha ropa) y nos fijábamos en las cortinas de las ventanas por si había un francotirador apostado. A veces nos deteníamos frente a un bloque y desde la otra acera, al acecho, esperábamos a que saliera alguno de los chicos castellanos que eran nuestros rivales. Había unos cuantos —lo sabíamos— que vivían en esos pisos: Conrado y Moreno, los hermanos Carabás, Ramiro, el más tímido, pero que años después acabó mal… Si por casualidad alguno aparecía por la puerta, nos quedábamos de pie encima de las bicis hasta que se daba cuenta, para darle a entender que ahora sabíamos donde vivía, retándole, y entonces salíamos volando hasta llegar a territorio seguro. Nos sentíamos como ese animal extraño, el correcaminos, aunque a veces se invertían los papeles y también nos asemejábamos al coyote. Estos riesgos inventados nos sacudían con una efervescencia prohibida, de quien desprecia unas reglas no escritas, y sé de lo que hablo porque en más de una ocasión también me había ocurrido a mí. Salir de casa a una hora muy normal, con mis padres, pongamos un domingo por la mañana, y descubrir a dos o tres chicos castellanos parapetados frente a mi casa. Con su bicicleta, haciendo guardia como si nada. Eran tan discretos que mis padres ni se daban cuenta, pero yo me sentía espiado, amenazado por los extras de una película —la mía— cuando no les toca salir a escena, y durante diez minutos me moría de ansiedad, imaginándome quién sabe qué desgracias.
Las historias del Vietnam también me llevan a recordar una de nuestras aficiones de esos años: los sobres sorpresa. En los bajos de un edificio del Vietnam, precisamente, estaba el quiosco Sánchez. Era una tienda oscura y minúscula —el recibidor de una vivienda en la planta baja—, sobrecargada de estanterías y cajas. Cuando abrías la puerta, pesada de tantas revistas que se exponían en ella, se oía un timbre al fondo de la casa y te recibía un olor dulzón, de chicle de fresa recién desenvuelto. Diez segundos y en la penumbra de la gruta se recortaba la figura de la dueña, baja, rolliza y con unas gafas de rompetechos. Te miraba fijamente y si te veía despistado, te preguntaba qué querías. Era uno de esos quioscos donde venden de todo: chucherías, tebeos, cromos, recortables de casas y vestidos de niñas, juegos de cartas, cerbatanas de jíbaro, anillos y diademas y otras baratijas para las niñas, artículos de broma como las bombas fétidas, los dientes de Drácula o las navajas de plástico. Y los sobres sorpresa, claro, un gran éxito. "



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