Palomas en la hierba (fragmento)Wolfgang Koeppen
Palomas en la hierba (fragmento)

"Sin hacer nada charlando soñando, pequeños sueños planos y complacientes en un eterno dormitar, un dormitar de dicha, soñador, cuarentona guapa busca caballero en posición asegurada, se sentaban las mujeres, las que vivían de las pensiones del Estado, los desembolsos asegurados en caso de muerte, las pensiones de divorcio y las indemnizaciones por separación, en el Café de la Catedral. También la señora Behrend amaba esos lugares, el lugar de reunión preferido de sus almas gemelas, donde junto al café y la nata era posible entregarse complacidas al dolor del abandono, complacidas a la amargura de la decepción. Carla aún no tenía ni pensión ni renta, y la señora Behrend vio con temor e incomodidad salir a su hija de la sombra de la torre de la catedral y entrar a la luz de color rosa bombón del farol, a ese cómodo puerto de la vida, a la bahía de tranquilo chapoteo, al vedado de los amablemente preocupados, una perdida. Carla estaba perdida, era la víctima, una víctima de la guerra, había sido arrojada a un monstruo devorador, se evitaba a la víctima, estaba perdida para la madre, para el decente círculo de la madre, para todo origen y moral, arrancada a la casa paterna. Pero, ¿qué importaba? Ya no había casa paterna.
Cuando la casa quedó destruida por los bombardeos, la familia se había disuelto. Los lazos habían saltado por los aires. Quizá la bomba sólo había puesto de manifiesto que eran vínculos laxos, una cuerda de costumbre trenzada de azar, error, decisiones erróneas y estupidez. Carla vivía con un negro, la señora Behrend en una buhardilla con las notas amarillentas de los conciertos en la plaza, y el director de orquesta tocaba, arrojado a los brazos de una ramera, para las fulanas. Cuando vio a Carla, la señora Behrend miró inquieta en redondo para ver si había amigas, enemigas, amigas enemigas, conocidas sentadas cerca. No gustaba de mostrarse en público con Carla (¿quién sabe? quizás aparezca también su negro, y las damas del café verían la vergüenza), pero la señora Behrend aún temía más las conversaciones con Carla en la soledad de la buhardilla. Madre e hija ya no tenían nada que decirse, Y Carla, que había buscado a la se­ñora Behrend en el café que conocía como sede vespertina de su madre, con el sentimiento de tener que verla antes de ir a la clínica para abortar el fruto indeseado de! amor, ¿del amor? ah, ¿era amor? ¿No era sólo soledad compartida, desesperación del ser arrojado al mundo, el cálido yacer persona contra persona? y ese ser cercano y ajeno que había en su vientre, ¿no era sólo fruto de la costumbre, de la costumbre de un hombre, de sus abrazos, su penetración, fruto de la pequeña contención, fruto del miedo, del no poder resistir sola, que a su vez había engendrado nuevo miedo, que quería dar a luz nuevo miedo? Carla vio a su madre con su cara de pez, su cabeza de platija, con un rechazo frío de pez, su mano se mezclaba con la cucharita de café y nata y era como la aleta de un pez, la aleta un poco temblorosa de un pez lamentable en un acuario, así lo veía Carla ¿era una visión deformante? ¿Era ese el verdadero rostro de su madre? seguro que otro distinto se había inclinado sobre la cuna de Carla, y sólo entonces, después, mucho después, cuando no había nada pequeño que cuidar y que hacer, el pez se había escapado de su piel, la cabeza de platija, y el sentimiento de Carla, que la había impulsado a ver a su madre, a intentar una conversación, murió cuando llegó hasta el sitio en el café de la señora Behrend. Por un momento, la señora Behrend tuvo la sensación de que no era su hija, sino la torre de la catedral la que se alzaba opresiva ante ella. "



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