El corredor nocturno (fragmento)Hugo Burel
El corredor nocturno (fragmento)

"Hasta donde yo sabía, habíamos quedado enemistados. Thelma renunció a los pocos meses de la muerte de Iribarne y desapareció de mi vida. Yo no la había aceptado como secretaria y esa decisión no tenía relación alguna con su capacidad. Simplemente pensé que no podía confiar en una mujer a la que había fotografiado desnuda tras una larga y confusa noche en un chalet del balneario Las Toscas. Todo sucedió en un asado de camaradería organizado para los mandos medios y algunos gerentes de la compañía. Mario Polanski había ofrecido la casa y Antonio Iribarne sus dotes de asador.
Cenamos y bebimos más de la cuenta y Thelma coqueteó toda la velada con Polanski, hasta que Iribarne, harto de sentirse un imbécil, se fue sin despedirse. Otros lo siguieron y pronto quedamos Mario, Thelma y yo aislados en medio de la noche y desprovistos, gracias a la bebida, de reparos morales.
Lo que sobrevino fue confuso y, a decir verdad, ninguno de los tres lo debe de tener claro hoy. Creo que Mario, además, estaba un poco «colocado», como se decía entonces, y mantenía algún vicio de los sesenta pese a sus aspiraciones a gerente. En todo caso, Thelma siempre había sido su debilidad y esa noche la aprovechó para sucumbir. En cuanto a mí, al principio me quedé por el simple hecho de que Mario había venido en mi auto —a Thelma la había traído Iribarne— y no pensé en las consecuencias de que permaneciéramos allí, con Mario asediando a Thelma y ella riéndose y dejándose perseguir por el chalet hasta que ambos terminaron acostándose en la cama del cuarto principal.
Yo tuve conciencia de lo que estaba sucediendo y sólo me limité a permanecer sentado ante una estufa a leña que habíamos encendido un rato antes, bebiendo lo que quedaba de una botella de whisky. Digamos que la situación por fin se resolvía y Mario ganaba una especie de apuesta no expresada frente a Julio Soma y a mí. Le estaba robando el trofeo a Iribarne.
No sé quién trajo la cámara polaroid con la que se sacaron fotos del grupo de camaradas —en las que aparecían también las otras mujeres, incluida la Primera Dama, que había acompañado a su marido a esa reunión social—. La cámara quedó olvidada sobre la mesa del comedor y en determinado momento yo la vi y me incorporé del cómodo sillón. Fue un instante de duda, pero enseguida me atrajo la idea, aunque no me animé a ir al cuarto. No así, pensé.
Creo que volví al sillón y dormité, y al despertar me sobresaltó Thelma, desnuda delante de mí bebiéndose el último resto del whisky. El fuego bailoteaba detrás de ella y en mi regazo estaba la cámara. Thelma sonrió de una manera extraña, como diciéndome «ahora te toca a vos», y a mí me distanció esa actitud porque pude verla como una especie de residuo, como una mujer extraviada en un juego que no controlaba. Tal vez la había deseado antes, en los ambientes formales de la compañía, en su andar sobre alfombras mullidas y en la sombría intimidad del cuarto del archivo, cuando alguna vez nos habíamos cruzado y hasta abrazado fugazmente. No ahora —pensé en ese momento—, y no respondí a su ofrecimiento. Ella volvió a sonreír, a ofrecerme sus tetas, a mostrarse como la mujer de Malvín, y yo me incorporé y le indiqué que se recostara en el sillón y preparé la cámara. No sabía bien para qué, pero quería fotografiarla allí, en esa actitud de entrega vulgar, en la que no mediaba otra razón que la oportunidad: el chalet aislado, la diversión fácil, una clara venganza ante Iribarne o Mario, que ya dormía. Ella pensó, creo, lo creí también entonces, que las fotos serían un preámbulo, una manera refinada de mi aceptación. Lejos de excitarme, yo me instalaba en otra parte, en otro juego —no sólo el del voyeur—, sino en una especie de atalaya desde la que apreciaba un campo de batalla, algunas víctimas y un solo victimario. "



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