Los misterios de East Lynne (fragmento)Ellen Wood
Los misterios de East Lynne (fragmento)

"Transcurrió un año.
Lady Isabel Carlyle lo pasó en el continente, refugio para los fugitivos como ella; a veces se trasladaba a una ciudad con su acompañante o se quedaba sola en una residencia. El capitán Levison la dejaba sola la mayoría del tiempo, para ir a París, sobre todo, donde daba rienda suelta a sus apetitos y llevaba la vida que le placía.
¿Cómo le había ido a lady Isabel? Pues como le va a una dama que cae de su pedestal. No tuvo un momento de calma, de paz o felicidad, desde la noche fatal en que abandonó su casa. En un momento de pasión salvaje, dio un paso a ciegas, y, en lugar del jardín de rosas que su seductor le había prometido (al que, en verdad, ella apenas había prestado atención, pues no era la razón que la impulsaba), se encontró hundida en un abismo de horror del que no podría escapar, nunca más, nunca más, como dice el poeta. En el instante de su huida lo comprendió: la culpa que, al hacer lo que hizo, no se había manifestado asumió su terrible y cruda realidad, el negro color de la oscuridad, y un arrepentimiento de angustia eterna se apoderó de su alma. ¡Así fue! Era una dama, una esposa y una madre. Las damas que sienten la tentación de abandonar el hogar despiertan del sueño. Sean cuales sean las desgracias o tribulaciones de un matrimonio, aunque magnificadas por el desaliento del espíritu que las hace imposible de soportar, hay, no obstante, que soportarlas, tener paciencia y fortaleza y resistir el demonio que incita a huir; soportar hasta la muerte, antes que sacrificar reputación y conciencia. Pues la alternativa es peor que la muerte.
¡Pobre mujer! ¡Pobre lady Isabel! Había sacrificado marido, hijos, reputación, un hogar y todo lo que tiene valor para una dama; había olvidado su deber con Dios y roto uno de los diez mandamientos por la satisfacción de huir con Francis Levison. En el instante en que la decisión se hizo irrevocable, cuando dejó la verja de East Lynne a sus espaldas, se arrepintió. Incluso en los primeros días de su partida, en los fugaces momentos de abandono, cuando se supone que la culpable olvida su conciencia, el remordimiento la hería con puñales amargos y sabía que su futuro, lo viviera con ese hombre o sin él, sería una oscura travesía de castigo.
Es posible que el arrepentimiento no llegue tan pronto a las esposas que abandonan su hogar como le sucedió a lady Isabel Carlyle; no hace falta recordar que hablamos de mujeres que gozan de la mejor posición.
Lady Isabel estaba dotada de una delicada y refinada sensibilidad, y con una conciencia innata y vívida del bien y del mal. De una naturaleza como la suya no podía esperarse que cayera en el abismo del pecado; de no ser por la fatal convicción sobre su marido, que él y Barbara Hare estaban enamorados, convicción alentada por el capitán Levison, y que ambos la engañaban, no se habría olvidado de sí misma. Así, el fantasma del remordimiento se había introducido en su alma; un fantasma de fuego viviente, que torturaba su corazón. El mundo la despreciaba, cada desdén se convertía en alimento diario, pues se lo había ganado, y eso también oprimía su espíritu doblegado.
Transcurrió, pues, un año; faltaban seis u ocho semanas para el aniversario. Una mañana de julio, lady Isabel entró en la sala de desayuno. Vivían en Grenoble. Pasaron por allí camino de Suiza, a través de la Saboya, y al capitán Levison le había apetecido quedarse. Alquiló una residencia amueblada cerca de place Grenette: una casa grande, con corrientes de aire, puertas y ventanas, chimeneas y armarios, y dijo que allí se quedaría. Lady Isabel se opuso, quería seguir a una ciudad más grande, donde fuera más fácil recibir noticias de Inglaterra. Pero ahora su voluntad no contaba para nada. Era la sombra de su antiguo yo; si cuando emprendió el viaje por el canal con el señor Carlyle quienes la veían decían que estaba enferma, al verla ahora no darían crédito. La tristeza deja huellas en el rostro y el espíritu peores que la enfermedad. Tenía la piel pálida y ajada, las manos delgadas, los ojos hundidos, rodeados de profundas ojeras, como si la angustia le excavara la cara. Un desconocido habría prescrito un problema de salud, pero ella sabía la verdad: era el efecto del dolor en su mente y su corazón. "



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