La vida sin maquillaje (fragmento)Maryse Condé
La vida sin maquillaje (fragmento)

"Mientras me preparaba para licenciarme en Filología Francesa en el sanatorio de Vence, ya había estudiado con pasión la literatura inglesa. Me encantaban los poetas: Byron, Shelley, Keats y, sobre todo, Wordsworth. Aunque podría decirse que mi fascinación por la literatura inglesa es bastante anterior. Tendría unos quince años cuando una amiga de mi madre me regaló la novela de Emily Brontë Cumbres borrascosas. Recuerdo que la devoré en un fin de semana lluvioso, encerrada en mi habitación. Aquel relato de pasiones violentas, de un amor más fuerte que la muerte, de venganza y de odio, me transportó a otro universo. Me obsesionó por completo. Años más tarde, tras mucho cavilar, me permití escribir La migración de los corazones, una adaptación antillana de la obra maestra de Brontë. Fue el ejemplo de Jean Rhys lo que me animó a ello; en Ancho mar de los Sargazos, la autora canibaliza los personajes de Jane Eyre de Charlotte Brontë, Rochester y Bertha Mason. Resulta curioso, este estrecho lazo entre dos escritoras antillanas y dos inglesas que vivieron en una casa parroquial aislada dos siglos atrás. Pero mi admiración no se limita a un solo título de Emily Brontë. Mi obra al completo está plagada de referencias a novelas inglesas. Por ejemplo, el doctor Jean Pinceau, que en Célanire Cuellocortado le cose el cuello rebanado de un tajo al niño que aparece en una montaña de basura, es un avatar del Frankenstein de Mary Shelley; el personaje doble de Kassem y Ramzi, en Bellas y tenebrosas, es una versión del Doctor Jekyll y del Míster Hyde de Robert Louis Stevenson.
El inesperado telegrama de Helman me llenó de júbilo, pero, al mismo tiempo, experimenté una pesada inquietud. No sabía gran cosa acerca de Ghana. No hablaba inglés. Además, ¿cómo iba a pagar cinco billetes de avión con destino a Acra? No tenía ahorros y, aparte de los mercaderes malinkés, no conocía a nadie a quien pedirle un préstamo. ¿No debería asegurarme de tener un colchón, por modesto que fuera, antes de lanzarme a semejante aventura? Y, más allá de eso, también me preocupaba el laconismo del telegrama de Helman. ¿No debería haberme explicado qué tipo de empleo me aguardaba? Tras darles muchas vueltas a aquellas dudas, llegué a la conclusión de que lo esencial era salir de Guinea. Una vez fuera, me las arreglaría de una forma u otra. En el transcurso de una de mis noches de insomnio, se me ocurrió una idea tan despreciable que dudo si debería confesarla. Tenía que engañar a Condé, hacerle creer que contaba con él; porque, si me enfrentaba sola a aquella empresa, estaba segura de que no saldría bien. La estratagema me vino dictada, sin duda, por la debilidad, por la vulnerabilidad, por el miedo al porvenir. Lo cual no excusa mi egoísmo, ni mucho menos la jugarreta que le hice a Condé, a quien utilicé sin escrúpulo alguno. Desde mi regreso de Senegal, él compartía habitación con Denis, pues desconfiábamos de nuestros cuerpos; podían jugárnosla en cualquier momento, y no queríamos correr el riesgo de traer al mundo a un quinto niño. De modo que fui a despertarlo y nos sentamos en la terraza. Recuerdo lo alta que estaba la luna, la suave humedad que cargaba el aire, mientras yo ponía en práctica mi plan. Le expliqué que debíamos pensar en el bien de nuestros hijos, en su futuro, y que había llegado la hora de apartarlos de aquella vida tan miserable que llevaban. "



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