La vergüenza (fragmento)Annie Ernaux
La vergüenza (fragmento)

"La urbanidad era el valor dominante, era el primer principio del juicio social. Consistía, por ejemplo, en:
Corresponder a una comida, a un regalo —observar estrictamente el orden de edad en las felicitaciones de Año Nuevo—, no molestar a la gente yendo a sus casas sin avisar y haciéndoles preguntas directas, no hacer afrentas rechazando una invitación o el dulce que te ofrecen, etcétera. La urbanidad permitía estar a bien con la gente y no dar pie a comentarios. No mirar dentro de las casas cuando se pasaba por el patio comunal no significaba que no se quisiera ver el interior, sino que no se quería que te pillaran intentándolo. Los saludos en la calle, los buenos días que se daban o se denegaban, la forma de llevar a cabo o de no llevar a cabo ese rito —con distancia o jovialidad, deteniéndose para estrechar la mano y decir algo, o, por el contrario, seguir caminando— eran objeto de una atención puntillosa, de apreciaciones: «No me habrá visto», o «Tendría prisa». No se perdona a quienes niegan la existencia de los demás no mirando a nadie.
Considerada como una barrera de protección, la urbanidad resultaba inútil entre marido y mujer, y entre padres e hijos, incluso era considerada como una hipocresía o una maldad. La rudeza, el mal humor y el hablarse a gritos constituían las formas habituales de la comunicación familiar.
Ser como todo el mundo era el objetivo general, el ideal que debía alcanzarse. La originalidad pasaba por excentricidad, incluso como la señal de estar chiflado. Todos los perros del barrio se llamaban Toby o Boby.
En el café-colmado vivimos en medio de la gente, que es como llamamos nosotros a la clientela. La gente nos ve comer, ir a misa, al colegio, nos oye cuando nos lavamos en un rincón de la cocina o cuando hacemos pis en el orinal. Esta exposición continua nos obliga a mostrar una conducta respetable (no hay que insultarse ni decir tacos, ni tampoco hablar mal de los demás), a no manifestar ninguna emoción, ya sea de alegría, de cólera o de tristeza, a disimular todo lo que pueda ser objeto de envidia o curiosidad, o podría ser contado. Sabemos muchas cosas sobre los clientes, sus recursos y su forma de vida, pero damos por sentado que ellos no deben de saber nada sobre nosotros o lo menos posible. Así, «delante de la gente» está prohibido decir cuánto ha costado un par de zapatos, quejarse de dolor de tripa o decir las notas que se han sacado en el colegio, de ahí la costumbre de arrojar un trapo sobre la tarta comprada en la pastelería, o la de deslizar debajo de la mesa la botella de vino cuando llega un cliente. De esperar a que no haya nadie para discutir. Si no, ¿qué van a pensar de nosotros? "



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