Ninguno de nosotros volverá (fragmento)Charlotte Delbo
Ninguno de nosotros volverá (fragmento)

"Experimentábamos una profunda ternura por los hombres. Los veíamos dar vueltas en el patio, durante el paseo. Les lanzábamos notitas por encima de la alambrada, burlábamos la vigilancia para intercambiar unas cuantas palabras con ellos. Los amábamos. Se lo decíamos con los ojos, nunca con los labios. Les habría resultado extraño. Habría sido como decirles que sabíamos lo frágiles que eran sus vidas. Disimulábamos nuestros temores. No les decíamos nada que pudiera revelárselos, pero espiábamos cada una de sus apariciones, en un pasillo o en una ventana, para que sintieran siempre presentes nuestros pensamientos y nuestras atenciones.
Algunas, que tenían entre ellos a su marido, solo lo veían a él, localizaban enseguida su mirada entre el manojo de miradas que nos buscaban. Las que no tenían marido amaban a todos los hombres sin conocerlos.
Ninguno de ellos era mi hermano ni mi amante, pero yo no amaba a los hombres. No los miraba nunca. Rehuía sus rostros. Los que me abordaban por segunda vez —furtivamente, cuando iban a buscar la sopa a las cocinas— se extrañaban de que yo no reconociera ni su voz ni su silueta. Frente a ellos, sentía una conmiseración inmensa y un terror inmenso. Conmiseración y terror en los que no participaba realmente. Albergaba en lo más hondo de mi ser una indiferencia terrible, la indiferencia que nace de un corazón hecho cenizas. Me prohibía guardarles rencor. Guardaba rencor a todos los vivos. Todavía no había hallado dentro de mí una plegaria de perdón para los que seguían vivos.
Los hombres también nos amaban, aunque miserablemente. Experimentaban una sensación más punzante que cualquier otra, la de ver mermados su fuerza y su deber como hombres, pues no podían hacer nada por las mujeres. Si nosotras sufríamos por verlos infelices, hambrientos, desposeídos, ellos sufrían más aún por no estar ya en condiciones de protegernos, de defendernos, de no asumir ya solos el destino. Sin embargo, las mujeres, desde el primer momento, los habían descargado de toda responsabilidad. Los habían exonerado enseguida de su preocupación masculina hacia las mujeres. Querían convencerlos de que ellas, las mujeres, no corrían ningún riesgo. Su feminidad las amparaba, como se creía aún. Y si bien ellos, los hombres, tenían mucho que temer, ellas, por su parte, podían estar tranquilas. Solo necesitaban tener paciencia y valor, dos virtudes que estaban seguras de poseer, pues formaban parte de su día a día. Y por eso consolaban a los hombres, no dejaban traslucir ni desánimo, ni tristeza, ni, sobre todo, inquietud. Serían dignas de ellos, que sabían de la amenaza que se cernía sobre sus vidas. Los hombres, por su parte, se esforzaban por mostrar su lado más natural y cotidiano. "



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