Monstruos marinos (fragmento)Chloe Aridjis
Monstruos marinos (fragmento)

"Las máquinas de la construcción seguían dormidas, pero en la plaza el organillero estaba sentado en la fuente, puliendo su instrumento. El sol pintaba las copas de los árboles y las esquinas superiores de las ventanas. El viento aleteaba entre las páginas de una revista abandonada. Pasé de prisa frente a un conjunto de tiendas que vendían audífonos para la sordera e imaginé que los aparatos en el interior amplificaban el ruido de mis pasos y, una vez en el camión, escogí un asiento junto a la ventana y puse la mochila a mi lado para que nadie se sentara. Aquella mañana los suecos pusieron Yazoo. Traté de concentrarme en la robusta voz de la vocalista que dialogaba con el teclado, cuyas tonadas alternaban entre felices y desoladas, igual que mis nervios, pero cuando el camión cruzó la tercera sección del bosque de Chapultepec la música se detuvo. Alguien maldijo, primero en sueco y luego en inglés. Se les acabó la pila.
Según podía recordar, la última vez que hubo silencio en el camión, un réquiem sin notas, o música o ascensión, fue la mañana del terremoto. Mientras cruzábamos la ciudad en medio del colapso apocalíptico con el chofer frenando de vez en cuando tratando de decidir si completar el viaje o regresarnos a casa; los suecos, una vez que se dieron cuenta del horror, apagaron la música. Cuando llegamos a la reja de la escuela un policía nos dijo que regresáramos, se habían suspendido las clases hasta nuevo aviso, y el chofer nos regresó uno por uno a casa.
Aquel jueves después de clases en lugar del camión de la escuela, tomé un Ruta 100 y fui al encuentro de Tomás en la TAPO, una de las centrales de autobuses de la ciudad, cada una en correspondencia con un punto cardinal. Ésta era la del oriente. A algunos, la terminal puede haberles parecido un caleidoscopio de paisajes cambiantes, rayos de luz que cambiaban de color y patrón con cada rotación, pero para los ojos menos extranjeros como los nuestros se trataba de un caldero de mal humor y coyotes en ciernes, el vestíbulo lleno de turistas asombrados, taxis pirata y vendedores callejeros peleando por un lugar. Por todos los rincones las diferentes líneas de autobuses —Estrella Blanca, Cristóbal Colón y Oaxaca Pacífico— competían por pasajeros. Cuando regresamos de la taquería de enfrente ya eran casi las cinco, al menos según el reloj que observaba la terminal con ojo escéptico, pero el calor de la calle atrapado en el limbo de las partidas inminentes daba otra hora, y nos sentamos sobre las mochilas, inquietos y de malas, conforme más y más vendedores ambulantes pasaban frente a nosotros equilibrando charolas con comida sobre los hombros y arrastrando costales de chácharas que habrían de acomodar sobre una sábana de poliéster en el piso. "



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