Perdónanos nuestras deudas (fragmento)Lloyd C. Douglas
Perdónanos nuestras deudas (fragmento)

"Joan cerró los ojos. La mano que tenía sobre la mejilla de él ascendió lentamente, le acarició el pelo, le rodeó el cuello.
Dulcemente, los labios de Dinny buscaron los de ella. Era un beso casto, de camarada, el que le ofrecía, símbolo de la resolución de cultivar un espíritu más sociable. Sólo en estos términos, estaba seguro, permitiría Joan esta intimidad. Pero, enamorado apasionadamente, era difícil controlar este beso.
Con gran asombro y alborozo por parte de él, Joan respondió a esta caricia con una actitud completamente diferente de la de una satisfecha reformadora alentando a un penitente a mantener sus promesas. Al roce de sus labios respondió ella como al de un contacto eléctrico, exhaló un suspiro hondo y tembloroso que traicionaba la intensidad de su emoción, y el beso que le dio sumió a Dinny en un éxtasis que jamás había conocido.
Permanecieron unidos un minuto largo antes de que Joan, con sus labios en los de él, sacudiese suavemente la cabeza y, luego, con un suspiro de satisfacción, apoyase la mejilla en su hombro.
Aquella noche, Dinny estuvo durante largo rato sentado en el borde de la cama, con la vista fija en la pared, tratando de reconstruir todos los instantes de aquella maravillosa aventura. Si cualquier otra chica que no fuese Joan Braithwaite hubiera consentido —y mucho más, enlazándose a él— en un beso como aquél, se le habría hecho un poquito sospechosa.
Pero como la chica era Joan, el recuerdo apasionado y excitante de aquello entrañaba una ternura especial, de posesión y de protección. Se le humedecieron los ojos. ¡Joan era suya! Fue hasta la ventana y miró afuera, colina abajo, a la casa grande, con amor, porque ella albergaba a Joan… ¡Querida Joan!
A la tarde siguiente, en la Sociedad Literaria Ateniense —a la que Dinny iba rara vez, ya que le parecía que bien valía la pena pagar los cincuenta centavos de multa si se evitaba el aburrimiento de estar sentado en una fastidiosa sesión de palabrería parlamentaria—, Kling pronunció un patriótico discurso.
Como alumno, estaba invitado allí, y contento de hallarse de nuevo en aquella vasta habitación donde, podía afirmarlo, aprendió a hablar en público.
Sus ataques contra el doctor Braithwaite eran muy encubiertos, pero según se iba acalorando en la disertación, fue abandonando las chabacanas estratagemas de que se valía para sus indirectas acusaciones. Era un discurso insolente. Dinny lo escuchó furioso, prometiéndose que Kling pagaría su desvergüenza.
Aquella noche puso en práctica la amenaza que tenía suspendida sobre Kling, tan ciego de indignación que no pensó en las consecuencias. No se le ocurrió pensar siquiera lo que Joan diría de ello.
Al día siguiente todo el Colegio murmuraba el suceso. Dinny telefoneó a Joan, pero no estaba en casa.
El lunes, los ejemplares del Iconoclast estaban en todas las manos. Dinny había entregado su artículo hacía muchas semanas; casi lo había olvidado. Pero Joan, sin tener en cuenta el tiempo transcurrido entre elaboración y publicación de esa brutal osadía, le rehuyó cuando se encontraron en el vestíbulo, y le ignoró en clase. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com