Usos rudimentarios de la selva (fragmento)Jordi Soler
Usos rudimentarios de la selva (fragmento)

"El caporal se me quedó mirando con desconfianza y al cabo de un momento soltó, pues entonces quién sabe si a lo mejor pueda pasarle algo a algún chino. Ni va a pasar nada ni nos vamos a detener por ese miedo, le dije, y después le pedí que se fuera, que me dejara trabajar porque esa tarde tenía que cuadrar las cuentas de una venta. Sin embargo, la advertencia del caporal me dejó inquieto. Durante los siguientes días estuve observando a los chinos, no hacían más que trabajar, no se metían con nadie y cada vez que algún jornalero les ponía mala cara o les decía alguna majadería, ellos sonreían y regresaban a su trabajo. Eso es precisamente lo que más les molesta a los jornaleros, me dijo el caporal, que los pinches chinos se ríen de todo, hasta cuando los insultan se ríen. Unas semanas más tarde me quedaba claro que aquella tirantez entre los chinos y los jornaleros beneficiaban a la plantación. Llegué a pensar que el enfrentamiento permanente sería el motor de una nueva época para el negocio. Hasta que una noche me despertó el caporal, gritaba por el pasillo rumbo a mi habitación, y trataba de quitarse de encima a Altagracia, que estaba decidida a impedirle el paso. Patrón, tiene que venir a ver esto, dijo en cuanto abrió la puerta. Apenas me había dado tiempo de sentarme en la cama y cuando iba a preguntarle de qué se trataba me dijo que me esperaba en el galerón donde dormían los chinos y luego salió dando grandes zancadas. Me vestí rápidamente y bebí un par de sorbos de la taza que me ofreció Altagracia. Era la una de la madrugada. Llegando al galerón tuve que abrirme paso entre los jornaleros que se agolpaban en la puerta para ver lo que había pasado. Los chinos, cinco de ellos, estaban de pie en un rincón, contemplando impávidos a su compañero, que estaba en el catre con los ojos abiertos y un tajo en el cuello por donde se había vaciado toda la sangre. Debajo había un gran charco oscuro alimentado por una gota persistente que se colaba por la tela del catre. Los chinos miraban a su compañero con una actitud indescifrable que contrastaba con el cinismo de los jornaleros, que asistían a esa escena como si se tratara de un episodio cotidiano, incluso falto de interés. Hay que avisar a la policía, puedo ir a la comandancia en la camioneta y estar de vuelta en media hora, dijo el caporal. ¿Estás loco?, le dije, la policía no puede enterarse ahora, ya ves lo que pasó la última vez. Hacía poco más de un año que dos jornaleros se habían liado a machetazos, uno había muerto y otro había quedado muy malherido y, a pesar de que todo había ocurrido en medio del cafetal, lejos de mi oficina donde trabajaba a la hora de la trifulca, la policía se las había ingeniado para culparme a mí del muerto, y también del otro, que iba a morir unas horas después, y al final me habían sacado una gran cantidad de dinero a cambio de no enviarme a la cárcel. Averigua tú quién es el culpable, le dije al caporal, y después lo entregamos a la policía. La orden sembró cierto nerviosismo entre los jornaleros, un murmullo que rápidamente se extinguió, porque sabían que lo mejor era que cada quien se tragara lo que estaba a punto de decir. Los chinos partían el alma, estaban ahí pegados unos con otros, mirando fijamente a su compañero que terminaba de desangrarse, y yo al verlos pensaba que aquello iba a ser irreparable, que no había forma de que siguieran trabajando con los jornaleros, y también me arrepentía de no haberme tomado en serio la advertencia del caporal, de no haber visto venir aquello que en ese momento ya me parecía una obviedad. "


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