El amor conyugal (fragmento)Alberto Moravia
El amor conyugal (fragmento)

"Ahora yo notaba que, a raíz de mi rechazo, entre él y yo se había establecido una relación nueva, mucho más real desde luego, ya que se fundaba en la situación tal cual era y no en como hubiera debido ser; sólo que esta relación ni era clasificable ni definible y autorizaba todas las consecuencias. Comprendía que habiéndome negado a comportarme como otro cualquiera en mi lugar, o sea como superior y como marido, había dado vía libre a todas las posibilidades, porque ahora todo dependía del desarrollo que, al margen de todos los convencionalismos, siguiera la situación real en que nos hallábamos. En resumidas cuentas, comprendía que, si se deseaba que la situación conservara una fisonomía reconocible, la actitud que me había sugerido mi mujer era, aunque convencional, la única a adoptar. Fuera de esta actitud, todo era posible y todo se reducía a polvo y se evaporaba. Aquella actitud nos hubiera permitido a cada uno de nosotros atenernos a un papel de sobra conocido y concreto; fuera de aquella actitud, nuestros personajes se confundían, se velaban, se volvían intercambiables. Estas reflexiones me hacían comprender la utilidad de las normas morales y de las convenciones sociales, superficiales, cierto, pero indispensables a fin de detener y ordenar el desorden natural. Por otra parte, yo pensaba, no obstante, que, una vez rechazadas normas morales y convenciones sociales, aquel desorden tendería por fuerza a depositarse y yacer en el fondo de una necesidad absoluta. En otras palabras, excluida la solución propuesta por mi mujer, quedaba otra que la naturaleza misma de las cosas dictaría. Algo parecido a lo que sucede con un río que, o se encauza entre diques artificiales, o bien se deja ir según la inclinación y los accidentes del terreno; en ambos casos, aunque según modos y efectos diferentes, formará su propio cauce, por el que correrá hacia el mar. Pero esta solución, la más natural y la más azarosa, todavía estaba por llegar, según creía yo, y tal vez no llegaría nunca: Antonio seguiría afeitándome y, un día, mi mujer y yo nos iríamos y yo jamás llegaría a saber lo que de cierto había habido en sus acusaciones. Expongo estas reflexiones con orden y lucidez. Pero en aquellos días, más que reflexiones eran vagas sensaciones, semejantes a un malestar consciente que hubiera intervenido allí donde antes todo era fácil e inconsciente.
Tal vez habrá quien se maraville de que yo pensase o, mejor, sintiera de ese modo en el preciso momento en que el asunto sucedía y se desarrollaba ante mis ojos y mis más caros afectos estuvieran, o pudieran parecérmelo, amenazados. Pero quiero repetir lo que ya he dicho muchas veces: creaba o me parecía crear y todo lo demás me resultaba indiferente. Naturalmente, no había dejado de querer a mi mujer y seguía poseyendo el natural sentido del honor; pero, debido a un extraño milagro, la creación artística había arrebatado a esas cosas el pesado marchamo de la necesidad, transfiriéndolo a las páginas del libro que andaba escribiendo. Si en lugar de acusar a Antonio de haberle faltado al respeto, mi mujer me hubiera revelado que le había visto limpiar la navaja con una página de mi relato, a buen seguro que yo no habría especulado sobre su ignorancia y su irresponsabilidad: lo habría despedido enseguida. Sin embargo, semejante falta hubiera sido desde luego más comprensible, justificable y perdonable que la que le había sido imputada. ¿Qué era lo que me volvía indiferente a lo que él había hecho con mi mujer y, en cambio, violentamente partícipe en el caso de que hubiera maltrecho mi trabajo? Aquí precisamente entraba en juego el misterio que desde un principio había advertido en él, que las revelaciones de Angelo no habían desvelado en absoluto y que, en verdad, se encontraba más en mí que en él. Un misterio que, por no callar nada, se repite y se repetirá cada vez que, abandonando la superficie, se desciende a lo profundo.
En cuanto a mi mujer, ya no venía a reunirse conmigo como antes mientras Antonio me afeitaba, y supongo que, hasta que el barbero había abandonado la villa, permanecía encerrada en su dormitorio. Esta actitud suya, en el fondo me molestaba porque revelaba que ella, en cambio, se atenía a su primera y convencional reacción y que no pretendía cambiarla por una actitud como la mía, razonable y especulativa. No recuerdo cómo ni cuándo le pregunté por qué ya no se dejaba ver por la mañana. "



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